HOMILÍA, DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA, DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Homilía/Domingo XXXI  

 

Esteban Márquez González

El Evangelio (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental.

En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre.

San Juan de Ávila, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: «La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene el Señor… —dice—.

Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama se da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar». Antes que un mandato —el amor no es un mandato— es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.

 

 

Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan.

De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo.

Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno.

Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.

 

 

 

«No estás lejos del Reino de Dios»  

HOMILÍA, DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA, DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

Homilía

Domingo XXX del Tiempo Ordinario 

 

Josue Oswaldo Bárcenas Hernández

«Maestro haz que pueda ver…»

Sin duda que, esta petición tan dramática hecha por Bartimeo, refleja el anhelo más profundo del hombre de todo tiempo, ya que, si lo pensamos bien, muchas veces, en nuestra vida, nos encontramos en la oscuridad, ya sea por el pecado, por el dolor, por la enfermedad o la muerte. Pero, ante estos dramas, hoy la Palabra de Dios nos invita, por medio de este relato de Marcos, a contemplar a Cristo, presente en la historia de la humanidad y en nuestra misma historia personal.

 Este relato presentado por el evangelista San Marcos nos presenta una triple mirada que necesitamos tener presente en nuestra vida:

La primera mirada es la de Dios en nosotros.  Quizá parezca raro pero es verdad que, muchas veces,  tenemos miedo a que Dios nos vea, pensamos erróneamente que no valemos la pena ante Él y que nos condenará.  Aunque la realidad es otra, para Él somos sus hijos amados a los cuales contempla en los bordes del camino de la vida; a los cuales quiere curar y darles el don de la vista para dejar de lado las tinieblas del pecado. Por tanto, hermana o hermano,  no tengas miedo de que Dios te vea, que te toque. Finalmente, de que te la oportunidad de volver a ver y contemplarte tal como Él te ve.

 

La segunda mirada, es la mirada a nosotros mismos.  Si bien es cierto que Dios nos ve con amor y misericordia, también es cierto que nosotros debemos de corresponder a esta gracia divina. Hoy tenemos la oportunidad de vernos con nuevos ojos, es decir, con sinceridad y humildad. Vernos a nosotros tal como somos es un camino difícil pero necesario para acoger de mejor modo la vida divina que se nos comunica. Que el señor nos conceda la gracia de vernos con humildad y al mismo tiempo sentir su amor incondicional y liberador.

Finalmente,  la tercera mirada es la de aprender a ver a los demás, verlos no descalificándolos, no condenándolos, no marginándolos, sino ante todo tendiendo la mano a ejemplo de Jesús, animándolos a tener esa Fe y Esperanza cierta de que Dios puede hacer siempre todo nuevo y de que nosotros los apoyaremos a pesar de lo  accidentado que pudiese haber sido su vida.

Bajo esa triple mirada, por tanto,  podemos entender la misión tanto personal como la misma misión que se hace en la Iglesia.  Hoy celebramos a nivel universal el domingo mundial de las misiones, renovemos pues, nuestro compromiso misionero al mismo tiempo, renovemos nuestra vocación como testigos de Cristo en medio de los hermanos.

Que Dios nos ayude a todos.

 

 

HOMILÍA, DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA, DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Homilía

Domingo XXIX Tiempo Ordinario 

 

Autor invitado

«El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor»

Hoy, nuevamente, Jesús trastoca nuestros esquemas. Provocadas por Santiago y Juan, han llegado hasta nosotros estas palabras llenas de autenticidad: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida» (Mc 10,45).

¡Cómo nos gusta estar bien servidos! Pensemos, por ejemplo, en lo agradable que nos resulta la eficacia, puntualidad y pulcritud de los servicios públicos. Jesucristo nos enseña con su ejemplo. Él no sólo es servidor de la voluntad del Padre, que incluye nuestra redención, ¡sino que además paga! Y el precio de nuestro rescate es su Sangre, en la que hemos recibido la salvación de nuestros pecados. ¡Gran paradoja ésta, que para algunos es difícil de entender! Él, el gran rey, el Hijo de David, el que había de venir en nombre del Señor, «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres (…) haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Fl 2,7-8). ¡Qué expresivas son las representaciones de Cristo vestido como un Rey clavado en cruz! 

Jesús trastoca de tal manera las categorías de este mundo que también resitúa el sentido de la actividad humana. No es mejor el encargo que más brilla, sino el que realizamos más identificados con Jesucristo-siervo, con mayor Amor a Dios y a los hermanos. Si de veras creemos que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), entonces también nos esforzaremos en ofrecer un servicio de calidad humana y de competencia profesional con nuestro trabajo, lleno de un profundo sentido cristiano de servicio.

Como decía la Madre Teresa de Calcuta: «El fruto de la fe es el amor, el fruto del amor es el servicio, el fruto del servicio es la paz».

 

 

 

Homilía XXVIII Domingo Ordinario

Homilía XXVIII Domingo Ordinario

homilía

DOMINGO XXVIII del Tiempo ordinario

10 de octubre de  2021

 Por el Pbro. Lic. José Alfredo Vázquez Fonseca.

La capacidad humana de optar

Optar por la Sabiduría.

Pocas lecturas reflejan de un modo tan bonito la búsqueda de la sabiduría. Con escasas palabras el autor del libro de la Sabiduría (7, 7-11) describe cómo la descubrió y se enamoró de ella. Habla de la sabiduría como de algo que no se posee, sino que viene, se instala y todo lo transforma, incluso todos los bienes vienen con ella.

La sabiduría entonces, es un don, por eso hay que pedirla, pero esto supone elegirla, optar por ella, preferirla más que a todos los bienes materiales. Muchos padres de familia hoy piden a Dios dinero, trabajo, pero no piden sabiduría para educar a sus hijos y guiar su vida.

Una persona sabia no siempre es aquella que ha ido a la Universidad, que tenga muchos años, que posea muchos conocimientos, sino que es un don de Dios que nos hace saber dar a cada cosa su justo valor (no dar más importancia a lo que tiene menos valor: el fútbol, el coche, los cosméticos, la ropa, el celular), la sabiduría nos hace descubrir la voluntad de Dios para nuestra vida y discernir entre el bien y el mal (libres de relativismo). Definitivamente, es sabio quien sabe elegir. En realidad, la sabiduría es Dios mismo. Entonces, la Sabiduría es Alguien que hay que buscar, desear y elegir.

 

¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?

Le pregunta un hombre a Jesús; es una pregunta por la felicidad que no se acaba. Pero curiosamente, es un hombre sincero y de conducta intachable pues ha cumplido los mandamientos desde su juventud. Es una invitación para todos, pero sobre todo para los jóvenes. Cumplir los mandamientos no es de tontos.

Este hombre sabía que la vida eterna es un don y una conquista, se elige. Por eso, preguntémonos ¿nos interesa la vida eterna? ¿La estamos conquistando? Una forma de conquistarla es vivir la vida y no jugar a “vivir la vida”; vivir la vida es amarla, estar unido a Jesús, cumplir los mandamientos…

«UNA PERSONA SABIA PONE SU CORAZÓN EN LO QUE DURA PARA SIEMPRE, Y SE DEJA CONQUISTAR POR LA PALABRA DE DIOS QUE ES VIVA Y EFICAZ».

Sin embargo, no basta con decir “yo no robo, no mato, no he engañado a mi esposo(a), no he hecho mal a nadie”, aunque esto es muy bueno, eso no basta, hay que dar el “plus”, Cristo siempre nos pide dar más.

Para alcanzar la vida eterna, hemos de pedir y optar por la sabiduría de Dios, a no conformarnos con “no hacer mal a nadie” sino que es necesario “hacer el bien”, “ser perfectos”, “vender lo que tenemos y darlo a los pobres” y responder a su invitación: “¡Sígueme!”.

En otras palabras, hay que dejar lo que tenemos: resentimientos, soberbia, pesimismo, pereza, vicios, alguna mala compañía. ¡Qué difícil va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios sino dejamos lo malo! Pero, los bienes materiales no son malos, lo malo es hacerlos nuestro dios, nuestra única felicidad; que por ganar dinero descuidemos incluso la Misa dominical, la familia o los amigos y elegir la ignorancia.

HOMILIA, DOMINGO XXVII, DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILIA, DOMINGO XXVII, DEL TIEMPO ORDINARIO

DOMINGO XXVII, DEL TIEMPO ORDIARIO

«Lo que Dios unió, no lo separe el hombre»

Hoy, los fariseos quieren poner a Jesús nuevamente en un compromiso planteándole la cuestión sobre el divorcio. Más que dar una respuesta definitiva, Jesús pregunta a sus interlocutores por lo que dice la Escritura y, sin criticar la Ley de Moisés, les hace comprender que es legítima, pero temporal: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10,5).

Jesús recuerda lo que dice el Libro del Génesis: «Al comienzo del mundo, Dios los creó hombre y mujer» (Mc 10,6, cf. Gn 1,27). Jesús habla de una unidad que será la Humanidad. El hombre dejará a sus padres y se unirá a su mujer, siendo uno con ella para formar la Humanidad. Esto supone una realidad nueva: dos seres forman una unidad, no como una «asociación», sino como procreadores de Humanidad. La conclusión es evidente: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10,9).

Mientras tengamos del matrimonio una imagen de «asociación», la indisolubilidad resultará incomprensible. Si el matrimonio se reduce a intereses asociativos, se comprende que la disolución aparezca como legítima. Hablar entonces de matrimonio es un abuso de lenguaje, pues no es más que la asociación de dos solteros deseosos de hacer más agradable su existencia. Cuando el Señor habla de matrimonio está diciendo otra cosa. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el autor de un matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano» (Gaudium et spes, n. 48).

De regreso a casa, los Apóstoles preguntan por las exigencias del matrimonio, y a continuación tiene lugar una escena cariñosa con los niños. Ambas escenas están relacionadas. La segunda enseñanza es como una parábola que explica cómo es posible el matrimonio. El Reino de Dios es para aquellos que se asemejan a un niño y aceptan construir algo nuevo. Lo mismo el matrimonio, si hemos captado bien lo que significa: dejar, unirse y devenir.