DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 

Papa Francisco

Fe y espiritualidad

Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» ( Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» ( Efesios 1, 19). Pero, ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?

 Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.

 Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» ( Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: «pensaré en vosotros». No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» ( Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro «abogado» (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna «causa» importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: «Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación…».

 

Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: «¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?». El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este «dolor de vivir», recordemos cada día «lanzar el ancla a Dios»: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.

 La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.

 Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» ( Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.

 

Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.

 «Id», nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un «maratonista con esperanza»: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!

 Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.

 

 

Testimonio de Juan Daniel Cruz Medina

Testimonio de Juan Daniel Cruz Medina

“PER MARIAM AD IESUM»

Juan Daniel Cruz Medina

Vocación

Mi nombre es Juan Daniel Cruz Medina, tengo 22 años de edad y actualmente curso el primer año de la etapa de teología. Pertenezco a la parroquia de Ntra. Sra. de la Purificación en Villa Lic. Jesús Terán (Calvillito), Aguascalientes.

Hay una frase que me gusta mucho: “Per Mariam ad Iesum” (Por María a Jesús). Por ella el Verbo hecho carne vino y habitó entre nosotros, por ella misma hemos de ir al Dios vivo, puesto que Él en su designio infinito así lo ha querido. La Madre del primer y Sumo Sacerdote por excelencia, Jesucristo, ¡es también mi Madre!; Madre  del joven que es llamado a seguir a su Hijo y configurarse con ÉL, Madre del seminarista que ha de ser imagen viva de Jesús. Cuando ella contempla al joven seminarista, ve a su pequeño hijo, aquel necesitado de cuidados puesto que es frágil, sediento de cumplir la voluntad de Dios y hacerse participe en el plan divino de la salvación, en resumen, aquel que necesita de los cuidados y guía de su Madre.

Mi deseo de ser sacerdote nació desde pequeño, cuando escuchaba replicar las campanas de mi parroquia, parecía que una voz interna me llamaba a entrar al templo, me sentía fuertemente atraído. Un día decidí entrar, me cautivó la figura del sacerdote y lo que él hacia aunque no lo comprendía del todo, fue el comienzo de todo, después fui monaguillo, catequista, adorador, catequista; así fue madurando mi decisión de entrar al Seminario y querer ser sacerdote.

Durante este proceso vocacional el apoyo de mi familia, formadores y amigos ha sido de gran importancia, podría decir que han sido una caricia de parte de Dios hacia mi persona en este llamado, con todo lo que este conlleva.

Si tu sientes la llamada de Cristo que te dice: “VEN Y SIGUEME”, se  generoso y responde como María, la humilde sierva del Señor, con un sí gozoso de tu persona y de tu vida. Aquel que te llama no te abandonará jamás y te dará la gracia necesaria para responderle cada día.

La Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Purificación, ha sido mi advocación mariana preferida, al contemplar a Jesús en sus brazos, me veo a mi mismo en brazos de mi madre, aquella que ha velado día y noche por mi vocación, por su intercesión el Señor me ha concedido grandes gracias  y me ha librado de grandes males. Han sido los maternales cuidados de la Santísima Virgen María los que me han ayudado espiritualmente e incluso humanamente en mi proceso vocacional.

DOMINGO V DE PASCUA

DOMINGO V DE PASCUA

 

Benedicto XVI

Fe y espiritualidad

EVANGELIO

Juan 14, 1-12:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

El Evangelio de este quinto domingo de Pascua propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. En efecto, el Señor dice a sus discípulos: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14, 1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación llevada a cabo por Dios Padre mediante su Hijo unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos libró de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios, que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que no hay que «apartarse de industria de todo nuestro bien y remedio, que es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, EDE, Madrid 1984, p. 947). Por tanto sólo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: «En verdad, en verdad os digo —dice el Señor—: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago» (Jn 14, 12).

 

La fe en Jesús conlleva seguirlo cada día, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. «Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de “ver”» (Jesús de Nazaret II, Madrid 2011, p. 321). San Agustín afirma que «era necesario que Jesús dijese: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta» (Tractatus in Ioh., 69, 2: ccl 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: «Abre, por tanto, los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar y honrar a tu Dios» (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).

Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cf. Hch 6, 7).

BENEDICTO XVI

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo 22 de mayo de 2011