homilía

DOMINGO XXXIII  Tiempo ordinario

10 de Noviembre 2019

«Nuestro Dios es un Dios de Vivos, pues en él todos viven»

      Cierta vez, un alumno de Confucio (filósofo chino, siglo V a.C.) le preguntó: “Maestro, háblanos de la muerte, y Confucio le contestó: ¿Cómo quieres que te hable de la muerte, si no sabes lo que es la vida?”. Pues nosotros también, no entenderemos jamás lo que es la Resurrección, ni la anhelaremos si antes no sabemos lo que es la vida. Pero no se trata sólo de saber, sino de vivir bien esta vida; éste es el tema.

      La pregunta de los saduceos sobre los matrimonios, nos lleva a recordar una pregunta formulada muchas veces: ¿cómo será la vida eterna? San Pablo nos dice (1Cor. 15,35 ss) que seremos nosotros mismos, pero de una manera diferente a como somos ahora. Y bien poca cosa podemos añadir. La vida eterna es una esperanza, no una ciencia explicable. Todas las cosas valiosas y amadas que hayamos vivido no desaparecerán, pero todo lo viviremos en la comunión de plenitud que es Dios.

 

«Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro»

    De aquí la importancia de que nuestra existencia actual le demos el sentido pleno de una vida entregada, de que seamos generosos, de que aprovechemos bien el tiempo, porque como bien dijo Goethe: “Una vida ociosa es una muerte anticipada”. Por tanto, en la medida en que vivamos bien esta vida que Dios nos ha prestado, de acuerdo a su voluntad, tendremos la convicción y la valentía de afrontar la muerte sin ningún temor, como testificaron con su misma vida los 7 hermanos del libro de los Macabeos (1ª. lectura):“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”.

    Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de la fe expresa el término y el fin del designio de Dios sobre el hombre. Si no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosamente san Pablo (cf. 1 Cor 15):“Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe”. Si el cristiano no está seguro del contenido de las palabras vida eterna, entonces las promesas del evangelio, el sentido de la creación y de la redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cf. Heb 11,1).

“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”

    Posiblemente la crítica principal de muchos hombres contra la religión, ha sido la de anunciar un más allá como una evasión de este mundo. De ahí frases como la de Sartre: “Ya no hay cielo, ya no hay infierno, sólo tierra”; Kafka: “Esta vida parece insoportable, la otra inaccesible”; Schuman: “Hacemos que buscamos algo, y tan sólo la nada es nuestro hallazgo”.

    Pero hermanos: creer que venimos de la nada y vamos hacia la nada sólo nos lleva a la angustia, a la desesperación, a no encontrarle sentido nuestra vida, aún teniendo todo el dinero, poder y comodidades posibles… y por eso algunos llegan hasta suicidarse. Cuidado, ¡no nos desesperemos porque el infierno está lleno de desesperados!

   Bueno, pues ante esos saduceos modernos de hoy día, que manifiestan la duda, la perplejidad y la angustia del hombre sobre su destino definitivo, la respuesta es clara y contundente: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” (Credo).

    Resurrección no es lo mismo que reencarnación. Si Cristo murió y resucitó, también nosotros creemos que si morimos con Él, resucitaremos también con Él. Si no creemos en la resurrección, comamos y bebamos que mañana moriremos, así piensan los que viven sin Dios y sin esperanza. Pero nuestra confianza en la Resurrección es una verdad de fe que da sentido a toda nuestra vida terrena en tensión a la eterna, “porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”.

    Por eso, ante la cultura posmodernista de una vida larga y culto al cuerpo con aerobics, aparatos, dietas y fórmulas anti arrugas, testimoniemos nuestra esperanza cristiana en la vida eterna por la que debemos esforzarnos por alcanzar, sin cambiar la casa de Dios por el gimnasio o el apego a lo material.

     Conclusión. Hoy deberíamos preguntarnos hasta qué punto nuestra fe arraiga en la Resurrección de Jesús y en nuestra propia resurrección. Nuestra actitud, ¿es una actitud rebosante de esperanza como la de los hermanos Macabeos? Los saduceos de hoy, no son sólo esa multitud de católicos que tienen pavor a la muerte y no saben qué hay o qué sigue después, sino también los saduceos de hoy son los tristes, amargados, enojones, desconfiados, pesimistas, desesperados…

    Tal como hoy nos recomienda san Pablo, permitamos que el Señor dirija nuestros corazones para que amemos a Dios y esperemos pacientemente la venida de Cristo. Y pidámosle una fe más viva y una esperanza más firme.

"Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro"