Homilía
VI DOMINGO, TIEMPO ORDINARIO
¡SI QUIERES, PUEDES LIMPIARME!
En el Evangelio de hoy, san Marcos nos presenta a Jesús, sanando a un leproso. Este acontecimiento debió impresionar tanto a los apóstoles, que los tres Sinópticos lo relatan. A diferencia de san Marcos y san Mateo, san Lucas nos ambienta la escena en un pueblo, en una ciudad; cosa extraña, porque en el mundo judío el leproso estaba excluido de la comunidad, como dice el libro del Levítico. En este caso, el leproso debió haber escuchado las obras extraordinarias que Jesús realizaba; y buscó la ocasión para encontrarse personalmente con Él. Además, san Lucas recalca que el leproso estaba cubierto de lepra.Un dato interesante en este pasaje está en la manera como se llevó a cabo el milagro. De modo inusual, es el leproso quien pide a Jesús la salud: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Es el leproso quien toma la iniciativa: busca al Maestro, se arrodilla y le pide con fe la sanación de su cuerpo. Jesús simplemente corresponde a este gran acto de fe con compasión: “Quiero: queda limpio”. Y habiendo sido tocado, el leproso se vio limpio de la lepra. Con esta acción milagrosa, Jesús se revela como el verdadero Mesías, que actúa con el poder de Dios, dando cumplimiento al tiempo mesiánico, caracterizado por la intervención de Dios en su pueblo: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 7, 22).
En el tiempo de Jesús, la lepra era una enfermedad grave, incurable, que tenía el significado de un castigo divino, como consecuencia del pecado del leproso o de un pariente de él. Por esta razón, un leproso no podía integrarse a la sociedad ni participaba del culto divino. Pero Jesús, el Ungido de Dios, con el poder del Espíritu Santo, teniendo plena conciencia de haber sido enviado a perdonar a los pecadores y a sanar a los enfermos, realiza su misión restituyendo al leproso no sólo la salud corporal, sino también dándole una vida nueva.
En el lugar del leproso, podemos estar ahora nosotros, por el pecado que nos tiene esclavizados, lejos de Dios, privados de los sacramentos de la Nueva Alianza y apartados de la comunidad eclesial. El pecado, como todos lo sabemos, es más grave que cualquier enfermedad; incluso el pecado venial, porque nos aparta de Dios y de la Iglesia y nos provoca la muerte eterna.
Como hombres pecadores, las virtudes del leproso que nos muestra el Evangelio — como son: vivir en la verdad, porque solamente así reconocemos a Jesús como el Hijo de Dios; la humildad, que nos hace arrodillarnos ante la majestad de Dios; y la sinceridad, para confesarnos pecadores—; estas virtudes, repetimos, nos son indispensables para recibir la salud que viene de Dios.
“QUIERO; QUEDA LIMPIO”
Jesús vino a dar plenitud a la Ley de Moisés, manifestando con signos concretos el amor de Dios por el hombre. Hizo posible al hombre la comunión con Dios a través de los sacramentos que instituyó en su Iglesia, cuya eficacia santificadora, sanadora, purificadora y reconciliadora, anticipó en los milagros que obró en su ministerio terreno. Finalmente, Jesús respetó la institución sacerdotal: “Muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio” (Mc 1, 44).
El Salmo de hoy nos presenta a un hombre que, después de haber confesado su culpa, ha sido perdonado; y por eso, se alegra y se goza con Dios. Algo parecido ocurre en el Evangelio: el enfermo —el leproso— recibe la sanación tras haberla pedido. Nosotros, enfermos por el pecado, debemos imitarlo, buscando al sacerdote en la confesión, para liberarnos de la auténtica lepra mortal que se llama pecado y así poder participar de la Vida.