Domingo de la Misericordia
Homilía del Domingo II de Pascua

Pbro. Filiberto Ornelas Díaz
Homilía
A los ocho días, después de la Resurrección del Señor (dentro de la Octava de pascua) celebramos el Domingo de la Divina Misericordia, fiesta instituida por San Juan Pablo II el II domingo de Pascua el 30 de abril del 2000 en la homilía de canonización a Santa Faustina Kowalska (monja polaca) a la cual se le manifestó Jesús pidiéndole que difundiera su Imagen donde irradiaría su infinita misericordia.
En este pasaje del Evangelio nos encontramos con que Jesús se presenta a sus discípulos al anochecer del día de la resurrección para animarlos a continuar la misión para la cual se les había preparado. Tienen miedo al ver lo que le había pasado a su Maestro. En medio de lo que todo parecía un caos, Jesús en su aparición como resucitado les dirige en dos momentos un saludo peculiar que hace que sus discípulos se llenen de alegría: “La paz esté con ustedes”. Les muestra las manos y el costado (Jn 20, 19-20).

Ese saludo se sigue difundiendo por todo el orbe. Y se dirige a toda la humanidad. Jesús sabía cómo se sentían sus discípulos. Era necesario reafirmarlos en la fe, y al mismo tiempo darles una encomienda muy importante para todo aquel que cree en él. El envío a llevar el mensaje de salvación por todo el mundo. Y la mejor manera de hacerlo era a través del sacramento de la misericordia, y a través de sus ministros, en el cual todo aquel que se arrepienta y se convierta puede recibir ese río de gracias que le lavan de todo pecado “Así fueran sus pecados como la grana, cual nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual lana quedaran” (Is. 1, 18-20). Jesús sopla sobre ellos y les infunde al Espíritu Santo, dándoles la potestad de perdonar o retener los pecados. Es donde surge la institución del sacramento penitencial, y donde Dios derrama su gracia en todos sus hijos que se muestren arrepentidos. En este momento es donde se ve manifiesta la infinita misericordia de Dios para con sus hijos, y donde se le encuentra sentido al pasaje de Juan que dice: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca” (Jn 3,16).

En ese momento que se presenta Jesús a sus apóstoles, no se encontraba Tomás, a quien llamaban el Gemelo. Cuando Tomás llega, Jesús ya no estaba entre ellos, es donde presenta su duda si de verdad habría resucitado. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mis dedos en el agujero de los clavos y no meto en su costado mi mano, no creeré” (Jn 20, 25). Ese será otro acontecimiento importante donde todos nos vemos representados en él. A los ocho días de la resurrección, Jesús se vuelve a presentar ante sus discípulos, donde Tomás está presente. Quizás es el momento natural de la duda, pero que al mismo tiempo se hace la más grande profesión de fe, el reconocimiento de Jesús como verdadero hombre y como verdadero Dios, en esas palabras del Apóstol que quedaron para la posteridad: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).
Es en donde Jesús le dirige esas palabras al apóstol, que no solo son para él, sino que nos alcanzan a todos los que a gran distancia de este acontecimiento nos vemos elogiados por Jesús a quienes luchamos día con día para alcanzar las promesas de la vida eterna. Le dice Jesús a Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29).
El evangelista deja en claro que solo esto se escribió, de tantos prodigios que Jesús realizó, para que creyéramos que él es el Cristo, el Hijo de Dios, para que al creer tengamos vida (Jn 20, 30-31).
Nuestra tarea es grande, y nuestro compromiso debe ser mucho mayor, ya que quizás los contemporáneos de Jesús tenían cierta justificación al dudar si era el Mesías, pero en nuestros tiempos con la formación que hemos adquirido y el ámbito religioso en el que nos hemos desarrollado, deberíamos tener más conciencia de que él es el Hijo de Dios que ha venido a salvarnos, y que fuera de ese nombre no podremos tener vida eterna (Hech 4, 12).



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