DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 

Papa Francisco

Fe y espiritualidad

Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» ( Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» ( Efesios 1, 19). Pero, ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?

 Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.

 Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» ( Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: «pensaré en vosotros». No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» ( Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro «abogado» (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna «causa» importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: «Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación…».

 

Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: «¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?». El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este «dolor de vivir», recordemos cada día «lanzar el ancla a Dios»: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.

 La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.

 Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» ( Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.

 

Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.

 «Id», nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un «maratonista con esperanza»: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!

 Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.

 

 

DOMINGO V DE PASCUA

DOMINGO V DE PASCUA

 

Benedicto XVI

Fe y espiritualidad

EVANGELIO

Juan 14, 1-12:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

El Evangelio de este quinto domingo de Pascua propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. En efecto, el Señor dice a sus discípulos: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14, 1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación llevada a cabo por Dios Padre mediante su Hijo unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos libró de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios, que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que no hay que «apartarse de industria de todo nuestro bien y remedio, que es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, EDE, Madrid 1984, p. 947). Por tanto sólo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: «En verdad, en verdad os digo —dice el Señor—: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago» (Jn 14, 12).

 

La fe en Jesús conlleva seguirlo cada día, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. «Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de “ver”» (Jesús de Nazaret II, Madrid 2011, p. 321). San Agustín afirma que «era necesario que Jesús dijese: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta» (Tractatus in Ioh., 69, 2: ccl 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: «Abre, por tanto, los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar y honrar a tu Dios» (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).

Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cf. Hch 6, 7).

BENEDICTO XVI

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo 22 de mayo de 2011

 

 

Domingo de la Misericordia

Homilía del Domingo II de Pascua

 

Pbro. Filiberto Ornelas Díaz

Homilía

A los ocho días, después de la Resurrección del Señor (dentro de la Octava de pascua) celebramos el Domingo de la Divina Misericordia, fiesta instituida por San Juan Pablo II el II domingo de Pascua el 30 de abril del 2000 en la homilía de canonización a Santa Faustina Kowalska (monja polaca) a la cual se le manifestó Jesús pidiéndole que difundiera su Imagen donde irradiaría su infinita misericordia.

En este pasaje del Evangelio nos encontramos con que Jesús se presenta a sus discípulos al anochecer del día de la resurrección para animarlos a continuar la misión para la cual se les había preparado. Tienen miedo al ver lo que le había pasado a su Maestro. En medio de lo que todo parecía un caos, Jesús en su aparición como resucitado les dirige en dos momentos un saludo peculiar que hace que sus discípulos se llenen de alegría: La paz esté con ustedes. Les muestra las manos y el costado (Jn 20, 19-20).

Ese saludo se sigue difundiendo por todo el orbe. Y se dirige a toda la humanidad. Jesús sabía cómo se sentían sus discípulos. Era necesario reafirmarlos en la fe, y al mismo tiempo darles una encomienda muy importante para todo aquel que cree en él. El envío a llevar el mensaje de salvación por todo el mundo. Y la mejor manera de hacerlo era a través del sacramento de la misericordia, y a través de sus ministros, en el cual todo aquel que se arrepienta y se convierta puede recibir ese río de gracias que le lavan de todo pecado Así fueran sus pecados como la grana, cual nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual lana quedaran(Is. 1, 18-20). Jesús sopla sobre ellos y les infunde al Espíritu Santo, dándoles la potestad de perdonar o retener los pecados. Es donde surge la institución del sacramento penitencial, y donde Dios derrama su gracia en todos sus hijos que se muestren arrepentidos. En este momento es donde se ve manifiesta la infinita misericordia de Dios para con sus hijos, y donde se le encuentra sentido al pasaje de Juan que dice: Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca(Jn 3,16).

En ese momento que se presenta Jesús a sus apóstoles, no se encontraba Tomás, a quien llamaban el Gemelo. Cuando Tomás llega, Jesús ya no estaba entre ellos, es donde presenta su duda si de verdad habría resucitado. Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mis dedos en el agujero de los clavos y no meto en su costado mi mano, no creeré(Jn 20, 25). Ese será otro acontecimiento importante donde todos nos vemos representados en él. A los ocho días de la resurrección, Jesús se vuelve a presentar ante sus discípulos, donde Tomás está presente. Quizás es el momento natural de la duda, pero que al mismo tiempo se hace la más grande profesión de fe, el reconocimiento de Jesús como verdadero hombre y como verdadero Dios, en esas palabras del Apóstol que quedaron para la posteridad: ¡Señor mío y Dios mío!(Jn 20, 28).

Es en donde Jesús le dirige esas palabras al apóstol, que no solo son para él, sino que nos alcanzan a todos los que a gran distancia de este acontecimiento nos vemos elogiados por Jesús a quienes luchamos día con día para alcanzar las promesas de la vida eterna. Le dice Jesús a Tomás: Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído(Jn 20, 29).

El evangelista deja en claro que solo esto se escribió, de tantos prodigios que Jesús realizó, para que creyéramos que él es el Cristo, el Hijo de Dios, para que al creer tengamos vida (Jn 20, 30-31).

Nuestra tarea es grande, y nuestro compromiso debe ser mucho mayor, ya que quizás los contemporáneos de Jesús tenían cierta justificación al dudar si era el Mesías, pero en nuestros tiempos con la formación que hemos adquirido y el ámbito religioso en el que nos hemos desarrollado, deberíamos tener más conciencia de que él es el Hijo de Dios que ha venido a salvarnos, y que fuera de ese nombre no podremos tener vida eterna (Hech 4, 12).

III DOMINGO DE CUARESMA

III DOMINGO DE CUARESMA

Homilía del Domingo III de Cuaresma

 

SS BENEDICTO XVI

Homilía

Lectura del santo evangelio según san Juan (Jn 4, 5-42)

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria, llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José. Ahí estaba el pozo de Jacob. Jesús, que venía cansado del camino, se sentó sin más en el brocal del pozo. Era cerca del mediodía.

Entonces llegó una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dijo: “Dame de beber”. (Sus discípulos habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le contestó: “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (Porque los judíos no tratan a los samaritanos). Jesús le dijo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”.

La mujer le respondió: “Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo, ¿cómo vas a darme agua viva? ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del que bebieron él, sus hijos y sus ganados?” Jesús le contestó: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed. Pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna”.

La mujer le dijo: “Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla”. Él le dijo: “Ve a llamar a tu marido y vuelve”. La mujer le contestó: “No tengo marido”. Jesús le dijo: “Tienes razón en decir: ‘No tengo marido’. Has tenido cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”.

La mujer le dijo: “Señor, ya veo que eres profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte y ustedes dicen que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús le dijo: “Créeme, mujer, que se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos. Porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, y ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así es como el Padre quiere que se le dé culto. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”.

La mujer le dijo: “Ya sé que va a venir el Mesías (es decir, Cristo). Cuando venga, él nos dará razón de todo”. Jesús le dijo: “Soy yo, el que habla contigo”.

En esto llegaron los discípulos y se sorprendieron de que estuviera conversando con una mujer; sin embargo, ninguno le dijo: ‘¿Qué le preguntas o de qué hablas con ella?’ Entonces la mujer dejó su cántaro, se fue al pueblo y comenzó a decir a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Mesías?” Salieron del pueblo y se pusieron en camino hacia donde él estaba.

Mientras tanto, sus discípulos le insistían: “Maestro, come”. Él les dijo: “Yo tengo por comida un alimento que ustedes no conocen”. Los discípulos comentaban entre sí: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿Acaso no dicen ustedes que todavía faltan cuatro meses para la siega? Pues bien, yo les digo: Levanten los ojos y contemplen los campos, que ya están dorados para la siega. Ya el segador recibe su jornal y almacena frutos para la vida eterna. De este modo se alegran por igual el sembrador y el segador. Aquí se cumple el dicho: ‘Uno es el que siembra y otro el que cosecha’. Yo los envié a cosechar lo que no habían trabajado. Otros trabajaron y ustedes recogieron su fruto”.

Muchos samaritanos de aquel poblado creyeron en Jesús por el testimonio de la mujer: ‘Me dijo todo lo que he hecho’. Cuando los samaritanos llegaron a donde él estaba, le rogaban que se quedara con ellos, y se quedó allí dos días. Muchos más creyeron en él al oír su palabra. Y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es, de veras, el salvador del mundo”

Queridos hermanos y hermanas:

Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan. La mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, «cansado del camino» (Jn 4, 6). San Agustín comenta: «Hay un motivo en el cansancio de Jesús… La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado… Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos» (In Ioh. Ev., 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física. Pero Jesús, como dice también Agustín, «tenía sed de la fe de esa mujer» (In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.

En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva por la fe en la gracia de Dios. En efecto, este Evangelio, como recordé en la catequesis del miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo itinerario de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. «El que beba del agua que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.

Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: «Si conocieras el don de Dios…». Que la Virgen María nos ayude a no faltar a esta cita, de la que depende nuestra verdadera felicidad.

BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 27 de marzo de 2011

Por la Virtud.

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I DOMINGO DE CUARESMA

I DOMINGO DE CUARESMA

Homilía del Domingo I de Cuaresma

 

Pbro. Miguel Ángel Román.

Homilía

Hemos iniciado la Cuaresma, un tiempo propicio para recogernos, para ir al “desierto”, ante tanto ruido…
La Iglesia nos motiva y alienta con las enseñanzas de Jesús y con la liturgia, a aplicarnos las actitudes propias que todo buen cristiano tiene que vivir para prepararse a la Pascua del Señor, el acontecimiento más importante de nosotros los cristianos. Es decir, nos anima a dar el paso de la muerte a la vida, a hacer a un lado el pecado, a quitar esas amarras que me impiden volar y gozar de los beneficios de la verdadera libertad y felicidad que todo hombre está llamado a tener en Cristo: la experiencia de poseer a Dios, de vivirlo, de proyectar esos beneficios a los demás.
Pero al hombre de hoy y de todos los tiempos se le presentan siempre diversas tentaciones que le nublan el camino y se pierde muchas veces en el placer, en el tener, en el poder y la gloria de este mundo.
Con la narración de la caída de nuestros primeros padres (1ª. lectura), queda claro que la situación actual del hombre no es la querida por Dios. La tentación es un problema de elección. El mandamiento era la llamada a la libertad del hombre, el cual se encuentra entre dos afirmaciones: la verdad de la serpiente y la Verdad de Dios, y se inclinó por la de la serpiente -Satanás-, padre de la mentira.
Pero san Pablo, en la 2ª lectura, nos hace ver con la antítesis Adán-Cristo, que el orden de la salvación es superior al de la perdición, pues “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

Y aparece Jesús, el hombre libre que nos enseña a usar la libertad para el bien. Es la enseñanza del Evangelio de hoy. Al Adán de la primera lectura que busca su realización en la autonomía absoluta, el Evangelio contrapone la actitud de Jesucristo que reconoce plenamente la subordinación al plan del Padre.
Jesús, hombre como nosotros, es tentado, y a pesar de esta debilidad, la debilidad real del hombre, Jesús triunfará porque tiene total confianza en su Padre. Por eso, contemplar a Jesús significa verse siempre levantado hacia el Padre y entrar en esperanza.
Pero rechaza radicalmente la idea demoníaca: la tentación de utilizar para sí, para su hambre, para su gloria, el poder de Dios.
Lo que Jesús es en el momento de las tentaciones, lo será a lo largo de toda su vida pública, inquebrantablemente. Este combate contra Satanás, nos hace descubrir en Jesús, su inteligencia de la palabra de Dios y lo absoluto de su confianza: el hombre VIVE DE DIOS; el hombre NO PONE A PRUEBA EL PODER DE DIOS; el hombre NO ADORA MÁS QUE A DIOS.
Cristo, como dice san Agustín, “hubiera podido impedir la acción tentadora del Diablo, pero entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de Él a vencerla”. El Papa Benedicto XVI advertía: “El Diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal”.

Por eso debemos estar muy atentos porque el Diablo sí existe y nos quiere engañar, haciéndonos creer precisamente ¡que no existe! Tanta maldad testimonia su terrible existencia y maléfica actualidad. Pero la principal prueba de su existencia es el pasaje del evangelio de hoy, y prueba son también los muchos santos que han luchado en vida contra el príncipe de las tinieblas. No son quijotes que pelearon contra molinos de viento. Al contrario: fueron hombres y mujeres concretos y de psicología sanísima.
Expulsado por la puerta, el Diablo ha entrado por la ventana. O sea, expulsado por el rechazo de la fe, ha vuelto a entrar por la superstición. El Demonio sólo quiere la destrucción de la creatura a quien Dios tanto ama: el ser humano.
Por eso debemos cuidarnos, ayudados siempre de la gracia divina, evitando toda clase de esoterismo: amuletos, magia negra, lectura de cartas, manos, café, horóscopos, güija, tarot, limpias, la “santa muerte”, supersticiones tontas, etc. El apóstol San Pedro nos advierte: “Sean sobrios, estén despiertos: su enemigo, el Diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar; resístanlo, firmes en la fe” (1Pe 5,8-9).
Al igual que Jesús, que se retira al desierto a hacer oración, penitencia y ayuno, nosotros debemos aprovechar esta Cuaresma para recogernos y hacer estas nobles prácticas: orar, como un signo de apertura a Dios; dar limosna, como muestra de apertura a los demás; ayunar, como expresión de dominio de sí, ayuno de “comerse” a los demás, y ayuno de mis sentidos y vicios. Practicando esto, venceremos al Demonio. 

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Miércoles de Ceniza

Miércoles de Ceniza

Miércoles de ceniza

 

Pbro. Juan José González Parada

Homilía

Iniciamos la cuaresma con un signo que es la imposición de ceniza y ante esta celebración nos preguntamos ¿Qué es esta celebración? y ¿Que nos implica?

¿Qué es esta celebración?

La celebración de la ceniza es un sacramental, que hay que distinguir de los sacramentos, los sacramentales lo definen el Derecho Canónico en el canon No. 1166; “los sacramentales son signos sagrados, por los que, a imitación en cierto modo de los sacramentos, se significan y se obtienen por intercesión de la Iglesia unos efectos especialmente espirituales.

Los sacramentales sirven para enriquecer la vida espiritual, instituidos para incentivar en nosotros una relación cada vez más profunda con Cristo y para ayudarnos a enfocarnos en la santificación de cada parte de nuestra vida, incluso en lo más sencillo y cotidiano.

El Catecismo de la Iglesia Católica en los números del1671 al 1673 define cuáles son los sacramentales:

“Entre los sacramentales figuran en primer lugar las bendiciones (de personas, de la mesa, de objetos, de lugares). Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener sus dones.

Ciertas bendiciones tienen un alcance permanente: su efecto es consagrar personas a Dios y reservar para el uso litúrgico objetos y lugares. Entre las que están destinadas a personas que no se han de confundir con la ordenación sacramentalfiguran la bendición del abad o de la abadesa de un monasterio, la consagración de vírgenes y de viudas, el rito de la profesión religiosa y las bendiciones para ciertos ministerios de la Iglesia (lectores, acólitos, catequistas, etc.).

Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo. En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado «el gran exorcismo» sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo”.

Los sacramentales sirven para enriquecer la vida espiritual, instituidos para incentivar en nosotros una relación cada vez más profunda con Cristo y para ayudarnos a enfocarnos en la santificación de cada parte de nuestra vida, incluso en lo más sencillo y cotidiano.

Los sacramentos los define el Derecho Canónico en el No. 840; Los sacramentos del Nuevo Testamento, instituidos por Cristo Nuestro Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica.

Por lo tanto, la celebración de la ceniza nos ayuda en nuestra vida espiritual, no podemos suplir el sacramento por el sacramental.

En muchos momentos de nuestra vida le damos más importancia a los sacramentales que al sacramento, por ejemplo, somos muy prontos para imponernos la ceniza y si no nos la ponemos entramos en una situación de crisis, creemos que hemos cometido una falta grave,

no así con los sacramentos, por ejemplo, faltamos a Misa dominical pudiendo haber ido, y en la confesión sacramental no lo mencionamos como pecado mortal.

Cuando nos imponemos la ceniza la andamos luciendo como si fuera una estrellita de buena conducta, con este signo manifestamos públicamente que somos pecadores y que necesitamos convertirnos al Señor, lo tendremos que hacer a través de nuestro arrepentimiento, oración, ayuno y las obras de misericordia.

Y cuantas cosas más hay sobre este punto de los sacramentales a los que les damos más importancia y vivencia que a la misma presencia de Cristo en los Sacramentos.

¿Qué me implica?
La Cuaresma me implica varias acciones:

Primero. Arrepintiéndome de mis pecados y confesándome; tengo que dedicar tiempo para pensar en qué he ofendido a Dios, si me duele haberlo ofendido, si realmente estoy arrepentido. Éste es un muy buen momento del año para llevar a cabo una confesión preparada y de corazón.

Segundo. Luchando por cambiar, analiza tu conducta para conocer en qué estás fallando. Hazte propósitos para cumplir día con día y revisa en la noche si lo lograste. Recuerda no ponerte demasiados propósitos porque te va a ser muy difícil cumplirlos todos. Hay que subir las escaleras de escalón en escalón, no se puede subir toda de un brinco. Conoce cuál es tu defecto dominante y haz un plan para luchar contra éste. Tu plan debe ser realista, práctico y concreto para poderlo cumplir.

Tercero. Haciendo sacrificios, la palabra sacrificio viene del latín sacrum-facere que significa «hacer sagrado», entonces, hacer un sacrificio es hacer una cosa sagrada, es decir, ofrecerla a Dios por amor. Hacer sacrificio es ofrecer a Dios, porque lo amas, y ofreces cosas que te cuestan trabajo. Por ejemplo, ser amable con el vecino que no te simpatiza o ayudar a otro en su trabajo. A cada uno de nosotros hay algo que nos cuesta trabajo hacer en la vida de todos los días. Si esto se lo ofrecemos a Dios por amor, estamos haciendo sacrificio.

Cuarto. Haciendo oración, aprovecha estos días para orar, para platicar con Dios, para decirle que lo quieres y que quieres estar con Él. Te puedes ayudar de un buen libro de meditación para Cuaresma o de preferencia puedes leer la Biblia.

Que esta Cuaresma sea un momento para incrementar mi relación personal y profunda con Nuestro Señor Jesucristo y con cada hermano por medio del ayuno, la oración, los sacrificios, y de una forma muy concreta recibiendo y viviendo los Sacramentos.

Por la Virtud.

Por la Fe.

Por la Doctrina.

 

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