Muerte cerebral y muerte personal

Muerte cerebral y muerte personal

Muerte cerebral y muerte personal

Ciencia

Sucede con cierta frecuencia escuchar: ‘el paciente tiene muerte cerebral’, o ‘tiene muerte encefálica. ¿Será verdad? Consideremos lo siguiente: el encéfalo, consta de tres partes principales: el cerebro, el cerebelo y el bulbo raquídeo con la médula espinal. Cada parte tiene sus funciones propias, que a la vez son interdependientes.

El cerebro, o masa encefálica, es la parte más desarrollada del sistema nervioso y el órgano rector de las demás funciones vitales; hace funcionar los sentidos, en la corteza cerebral se dan las funciones de la memoria, el aprendizaje y la comunicación verbal; es la sede de la inteligencia y la voluntad. El cerebelo, situado en la parte posterior del cerebro, regula la actividad muscular voluntaria iniciada en la corteza cerebral, el equilibrio y la locomoción. La parte superior de la médula espinal (bulbo raquídeo) regula la actividad muscular involuntaria como la respiración, el ritmo cardiaco y la temperatura corporal; del cuerpo central de la médula espinal salen pares de nervios intervertebrales que regulan el funcionamiento de los diversos órganos vitales.

Suele suceder que alguna o algunas partes del encéfalo se dañen, y se pierdan sus funciones, pero las demás partes del encéfalo, que no están dañadas siguen funcionando. A esto no se le puede llamar muerte encefálica, porque solamente está parcialmente dañado.

Hay muerte encefálica cuando todas las funciones del encéfalo (cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo con la médula espinal) han desaparecido total e irreversiblemente, ya que el encéfalo es el órgano indispensable para mantener la unidad funcional del organismo como un todo integral.

 

Mientras exista un mínimo de actividad encefálica no se puede declarar la muerte encefálica. No basta la pérdida de la conciencia, ni siquiera el estado vegetativo irreversible, para declarar la muerte encefálica; será necesario que el electroencefalograma detecte que no hay absolutamente ninguna señal o estímulo nervioso, y esto de manera irreversible.

Corrado Manni propone tres criterios para establecer la muerte total del encéfalo: a) el criterio anatómico: la devastación traumática del cuerpo, el cuerpo destruido y desmembrado; b) el criterio cardio-circulatorio: parada cardiaca prolongada; criterio neurológico: c) la muerte encefálica total, cese de toda actividad nerviosa definitiva.

Hay legislaciones que acertadamente dan criterios prácticos; como cuando se dan simultáneamente las siguientes condiciones: a) la ausencia completa de reflejos del tronco cerebral, rigidez pupilar, ausencia de reflejos en la córnea, ausencia de respuesta motora de los nervios craneales, ausencia del reflejo de deglución; b) ausencia de la respiración espontánea; c) silencio eléctrico cerebral.

Pero considerar el encéfalo como única sede del alma es un error, es una visión biologista que impide una posterior visión antropológico-filosófica. La muerte encefálica no coincide con la muerte personal; porque dada la muerte encefálica, todavía permanecen vivos algunos órganos humanos mientras conservan sustancias nutritivas, cosa que permite el trasplante de órganos, un órgano muerto no sería trasplantado.

Asegurar la muerte personal depende de un juicio filosófico sobre la verificación de un cambio sustancial.

La muerte personal es algo mucho más que la muerte biológica. No es sólo la destrucción del organismo, sino la total destrucción de su existencia humana: imposibilidad de expresar su vida personal en el mundo, es la crisis de la destrucción definitiva de la unión sustancial de todo el hombre, separación del alma y el cuerpo y destrucción física del cuerpo. Es separación violenta de la persona del mundo humano en el que vive, en el que espera y al que ama, ya que el hombre es un ‘espíritu en el mundo’. Por ahora, experimentamos la muerte en la muerte de los que amamos. Su muerte es, en cierta proporción, nuestra muerte; quien pierde a una persona amada se siente otro, ya no es el mismo, ha perdido algo que era suyo: el ‘yo’ ya no es lo mismo cuando le falta el ‘otro’. La muerte no es algo que se añade a la vida y que está al final, sino que la muerte le pertenece a la vida, está incluida en ella, no sólo es el fin de la vida, sino que es su orientación y su destino.

 

El hombre muere, y quiere morir porque sabe que su destino no es el tiempo. Si el hombre no muriera, el espíritu perdería su dignidad: el espíritu estaría encadenado y condenado a su perpetuidad temporal que contradice sus fines y su trascendencia. La afirmación de la inmortalidad personal se hace a través de la existencia humana y como parte de ella.

Solamente la fe nos da la clave en el amor a Dios que supera todo lo negativo de la muerte biológica: ‘si vivimos, para Dios vivimos; si morimos para Dios morimos’ (Rom 14,8-10). La trascendencia del espíritu humano y su relación con Dios nos garantiza una continuidad de la vida personal en la situación que más anhelamos durante nuestra existencia histórica.

El tema de la muerte encefálica se ha generalizado a partir de la posibilidad del trasplante de órganos, de un donante difunto a un receptor vivo.

Principios ético-antropológicos

  • No activar ningún procedimiento que acelera la muerte del paciente donante.
  • Evitar toda forma de eutanasia, tanto activa como pasiva.
  • Sólo hasta haber certificado la muerte encefálica se podrán extraer los órganos.
  • No hacerlo sin el consentimiento informado del donante o sus familiares.
  • La donación debe ser gratuita. No comercialización de órganos ni injusta asignación.
  • Respeto al cuerpo del donante y a la vida del receptor.

La cultura de la vida nos obliga a tener ideas claras sobre la licitud moral o su ilicitud en cada caso. Nuestro deber de defender la vida con fines buenos y medios lícitos se justifica por el principio de solidaridad. 

En el caso de que el donante sea una persona viva, el principio de solidaridad deberá aplicarse bajo las siguientes condiciones: 

  • Que el donante no sufra grave o irreparable daño en su vida o en su actividad.
  • Que el daño del donante sea proporcional al beneficio real en la vida del receptor.
  • Que sea el único medio para prolongar la vida del receptor.

 

Mientras exista un mínimo de actividad encefálica no se puede declarar la muerte encefálica.

Pbro. Dr. Carlos Torres López

Dogmas marianos

Dogmas marianos

Dogmas marianos

Evangelización

Querer ser fieles seguidores de las enseñanzas de la Iglesia es  asumir  las verdades que nos ofrece, no como una obediencia a ciegas, sino por el beneficio que éstas procuran para  fortalecer nuestra fe  y, con ello, acercarnos más a Dios.  La figura de María ocupa un lugar privilegiado en este proceso, y es por ello que a la Iglesia no le bastaron los datos históricos y bíblicos, sino que deseó ir más a fondo de los misterios de María, invitándonos a acoger, a creer y por supuesto a aceptar: “Los Dogmas Marianos”, o “dogmas de María”.

Pero, ¿qué es un dogma? Respondemos diciendo que es un conjunto de verdades, las cuales, la Iglesia las declara solemnemente como reveladas por Dios y las propone para ser creídas por los creyentes de todo el mundo. Así pues, mediante largos procesos y reflexiones dentro de la historia de la Iglesia se han definido cuatro dogmas de María, que actualmente profesamos con mucho fervor. 

Estos dogmas marianos son: LA MATERNIDAD DIVINA, LA INMACULADA CONCEPCIÓN, LA PERPETUA VIRGINIDAD Y LA ASUNCIÓN DE MARIA.

 Definida en el año 431 d. C. en el  Concilio de Éfeso, por el papa san Celestino I, en esta parte de la historia, aconteció que un Patriarca de Constantinopla, llamado Nestorio, negó la maternidad divina de  María, diciendo que solo era la madre de Jesús como hombre (Cristotokos), pero no madre de Dios (Teotokos); ante este error,  el Concilio declara: “Si alguno no confiesa que Dios, no  es el Emmanuel  (Cristo), y que por eso la santa Virgen es madre de Dios, sea anatema” (DS 113). María es la Madre de Dios porque llevó en su seno al Hijo de Dios, y dio a luz al Emmanuel, es decir, Cristo no se divide, ni confunde ni se separa como hombre y luego como Dios.

Es así que nosotros afirmamos que su maternidad no solo se refiere a la humanidad de Cristo en cuanto a su vida terrena, sino que también  es Madre de la divinidad de Jesús, verdadero Dios, y verdadero hombre. 

De este dogma se desprende una dignidad inmensa de María, que está por encima  de toda creatura, como lo describe santo Tomás: “[…] La Bienaventurada Virgen María, por el hecho de ser Madre de Dios, tiene cierta dignidad infinita, derivada del bien infinito que es Dios” (Summ. Theol., III, q.25 a.6). 

Por ser María Madre de Dios hecho hombre, es Madre de toda la humanidad porque ella sigue intercediendo por nosotros ante Él con el cariño de una madre que ama y protege a sus hijos. 

“Lucero del alba, aurora estremecida, luz de mi alma, Santa María. Hija del Padre, doncella en gracia concebida, virgen y madre, Santa María. Flor del Espíritu ave, blancura, caricia, madre del Hijo, Santa María. Llena de ternura, bendita entre las benditas, madre de todos los hombres, Santa María” (Himno, Laudes de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios).

 Este dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854: “Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima virgen María, fue preservada inmune de toda mancha del pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo, y por ende todo los fieles han de creer firme y constantemente […]” (DS 1641).

Se declara, pues, a María exenta y libre de todo pecado, incluso del original, porque ya desde el origen del cristianismo, la Madre de Jesús aparece a los fieles como una Virgen totalmente pura, y por ello cabe atribuirle la santidad. Este dogma, a diferencia de los demás, no nace a raíz de responder o combatir una herejía sino que la Inmaculada Concepción fue definida directamente para la gloria de María.

Hemos visto que todas las gracias que convienen a la Madre de Dios, son atribuidas a María, pues, ¿convenía que la Madre de Dios fuese concebida en el estado de enemistad o en el estado de amistad con Dios? La respuesta es  más que obvia. 

“Tú eres toda hermosa, ¡oh Madre del Señor!; tu eres de Dios gloria, la obra de su amor. ¡Oh rosa sin espinas, oh vaso de elección!, de ti nació la vida, por ti nos vino Dios. Sellada fuente pura de gracia y piedad, bendita cual ninguna sin culpa original. Infunde en nuestro pecho la fuerza de tu amor, feliz Madre del Verbo, custodia del Señor” (Himno, I vísperas, Solemnidad de la Inmaculada Concepción)

El dogma de la Asunción fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1° de noviembre de 1950.  Declaramos: “Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta al cielo en cuerpo y alma a la gloria celestial” (DS 2333). 

Por eso, a la manera que la gloriosa Resurrección  de Cristo, fue parte esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal (DS 2332).

“¡Al cielo vas, Señora, allá te reciben con alegre canto; ¡oh, quien pudiera ahora asirse a tu manto para subir contigo al monte santo” (Himno, II Vísperas de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María)

Nuestro Dios a través de la Santísima Virgen María nos enseña el camino  para ir hacia Él. Que María, por medio de estas cuatro verdades de fe, nos ayude a dirigir nuestras vidas por el bien y que su modelo de vida sea siempre inquebrantable para todos los que con mucho amor le rendimos veneración.

Diác. Luis Osvaldo Cortés Rosales