Crónica de clausura

Centenario de la

Virgen de la Asunción

El pasado viernes 18 de octubre, en la Diócesis estuvimos de fiesta al celebrar la Eucaristía, centro de comunión para todos los bautizados, entorno de la clausura del año jubilar del Centenario de la llegada de la imagen de la Virgen de la Asunción, «Nuestra Señora de Aguascalientes», como la llamó el Sr Obispo Valdespino y Diaz.

Paseantes por la «plaza de armas» del centro de la ciudad merodeaban de arriba a abajo, iban, venían, entraban, salían, uno que otro tropezaba con la fila de sillas acomodadas en la plaza que esperaban la llegada de los fieles cristianos que estábamos citados en una de las celebraciones más importantes para nuestra Iglesia particular, la cual comenzaría a las cinco de la tarde en la que celebramos y veneramos a la Madre de Dios y Madre nuestra. 

De repente se escucha el repique de campanas, ¡todos asombrados! nos preguntábamos, ¿ya es hora? o ¿por qué el sonar de las campanas? otros, decían a lo lejos, ¡es la Virgen, viene entrando triunfante! y efectivamente, viene la bella imagen sobre una plataforma móvil que la trasladaba a la plaza para ser testigo de la fe y fervor de todos sus hijos que estábamos congregándonos en ese espacio.

Su mirada fija al cielo como si estuviera suplicando a Dios que escuchara el clamor de sus siervos. Pues llegó detrás de una procesión muy solemne encabezada por el colegio de los canónigos y presidida por nuestro pastor D. José María de la Torre Martín, Obispo de la Diócesis, que por cierto se le veía muy contento porque detrás de él venía la Santísima Virgen María como si lo cuidase todo el tiempo.

Aplausos, gritos de alegría, sentimientos espirituales, cámaras en su máxima potencia para inmortalizar el momento en que llegaba la Virgen, qué honor para todos. El Sr. Obispo José María, hizo una introducción histórica y narrativa del acontecimiento de nuestra devoción a Maria Asunta. Describió la devoción con que los canónigos, el clero de la Diócesis, los seminaristas y todos los fieles nos dirigimos a María como Madre intercesora. 

-Todos de pie-, escuchamos al monitor para disponernos a recibir la procesión litúrgica de la concelebración eucarística por dicho motivo. De esta gran fiesta fue testigo y presidente de la Eucaristía el Nuncio Apostólico en México Mons. Franco Coppola a quien se le veía una gran sonrisa y cara de asombro por el fervor de todos los fieles de la Diócesis que nos congregamos con esa misma alegría en una plaza llena. En su homilía nos declaró una cosa muy particular: «Cuando llegué a México, mi devoción a María se ha duplicado», toda la asamblea aplaudió, se alegró, se sintió identificada con ese honor de ser parte de un pueblo mariano cien por ciento, por un lado la Virgen de Guadalupe y en nuestra Iglesia la Asunción.

 

De esta celebración también participó el Sr. Obispo Gonzalo Galván emérito de la Diócesis de Autlán que contagiado de la efervescencia espiritual, se dibuja una gran sonrisa en su rostro. El presbiterio de Aguascalientes no podía faltar, todos consagrados a la protección de María, se unieron en agradecimiento de su propia vocación presbiteral.

 

Así cada fiel cristiano participó de este hecho  histórico de nuestro Estado y nuestra Iglesia particular; ahora lo que nos toca a cada uno es dar testimonio de lo vivido y escuchado, para transmitir la alegría del Evangelio de la vida.

 

¿Qué es un año jubilar?

¿Qué es un año jubilar?

¿Qué es un año jubilar?

Evangelización

El pasado 15 de agosto de este año 2018, nuestro Obispo diocesano Don José María de la Torre Martín, decretó un Año Jubilar en nuestra Diócesis, para celebrar el centenario de la llegada de la imagen de “Nuestra Señora de Aguascalientes” Patrona de nuestra Diócesis, a quien todos los fieles le tenemos especial veneración y cariño, el cual se ve manifestado en las celebraciones anuales de la solemnidad de la Asunción. Este Año Jubilar dará inicio el 1 de octubre de 2018 y terminará el 18 de octubre de 2019.

Ante este acontecimiento diocesano, me parece providencial reflexionar sobre lo qué es un Año Jubilar, es decir: ¿Qué significa? ¿Dónde tiene sus orígenes? Es loable destacar la importancia que tiene para la Iglesia la celebración de los Jubileos, pero sobre todo me parece importante tener presente las disposiciones para vivir un Jubileo y poder recibir las indulgencias que se nos conceden en este tiempo de gracia. Teniendo un conocimiento más profundo sobre este tema, estoy seguro que lo podremos vivir de una manera más plena y aprovechar en conciencia todo lo que Dios nos quiere conceder en este año.

La palabra Jubileo proviene del latín iubilaeus y este término a su vez viene del hebreo senat hayyobel que significa “el año del carnero”. El yobel era un cuerno de carnero, el cual resonaba en ocasiones memorables o importantes para el pueblo de Israel, resonaba especialmente cuando era proclamado el año de gracia y liberación, ordenado en el libro del Levítico, y en donde encontramos el origen del año jubilar: “Contarás siete semanas de años, es decir, siete por siete años, de modo que las siete semanas de años sumarán cuarenta y nueve años. El día diez del mes séptimo harás resonar el estruendo de las trompetas; el día de la Expiación haréis resonar el cuerno por toda vuestra tierra. Declarareis santo el año cincuenta, y proclamareis por el país la liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo: cada uno recobrara su propiedad y cada cual regresará a su familia” (Lv 25, 8-10). 

El año jubilar para el pueblo de Israel era el año de liberación, los que eran esclavos volvían a sus familias; era el año del perdón, todos debían perdonar de las deudas; se vivía realizando otros signos importantes.

 La Iglesia, tomando como modelo el año jubilar judío, instituyó “el Jubileo para la Iglesia, es verdaderamente año de gracia, año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental” (SAN JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente, n.10)

En la Iglesia, se celebró el primer Jubileo en el año 1300. Cuando fue el cambio de centuria mucha gente acudió a Roma a visitar las basílicas, confesaban sus pecados y hacían oración en las tumbas de los Apóstoles, con la intención de comenzar un nuevo siglo libres de pecados; ante este clamor popular, el Papa Bonifacio VIII  proclamó el primer Año Santo de la historia, concediendo la indulgencia plenaria, con la condición de acudieran con toda reverencia a visitar las basílicas romanas, que hubiera un verdadero arrepentimiento de los pecados y confesarlos.

La celebración de los Jubileos la retomaron los siguientes Romanos Pontífices, realizándola cada cincuenta años; pero algunos decidieron que se celebrará cada veinticinco años o bien cada que hubiera algún acontecimiento importante para la vida de la Iglesia. Los últimos Jubileos celebrados en la Iglesia universal fueron el del año 2000, proclamado por el Papa san Juan Pablo II y el Jubileo de la misericordia, proclamado por el Papa Francisco, y celebrado del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016.

Un Año Jubilar es ante todo un año de gracia, “éste es el tiempo oportuno: es el día de la salvación” (2 Co 6,2). Así lo expresa el Apóstol san Pablo. Por eso, cuando se convoca un Jubileo se ofrece a los fieles un “tiempo oportuno”, un espacio de penitencia y de conversión a lo largo de un año; en nuestra Diócesis podemos afirmar con seguridad que se trata de un “tiempo oportuno”, también para pedir a la Madre de Dios, “Nuestra Señora de Aguascalientes”, que interceda por nuestras familias, que aumente nuestra fe, y nos acerquemos y amemos más a su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.

Debemos recordar y tener presente que en este año jubilar, podemos obtener la indulgencia plenaria. ¿Qué es la indulgencia? “Es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas disposiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (c. 992 CIC)

¿Cuáles son las disposiciones que se han establecido para obtener la indulgencia plenaria en la celebración de este Año Jubilar?

En el decreto del Año Jubilar, nuestro Obispo ha establecido las siguientes deposiciones:

A. Participando de la Santa Misa ante la imagen de Nuestra Señora de Aguascalientes, o se rece el Santo Rosario teniendo por intención la defensa de la vida y la unidad familiar.

B. Además cumplir las prescripciones de:

  1. Rechazar el pecado con firme propósito de enmienda 
  2. Estar en gracia de Dios 
  3. Recibir la Santa Comunión 
  4. Orar por las intenciones del Santo Padre
  5. Tener la intención de ganar la indulgencia

Así mismo, debemos tener presente que la indulgencia se puede obtener para sí mismo o la podemos aplicar por algún difunto, siempre y cuando se cumplan las disposiciones ya mencionadas.

Finalmente, sólo me resta decir que debemos aprovechar al máximo esta oportunidad que Dios nos regala por medio de la Iglesia y obtener la indulgencia plenaria, y crecer más en el amor y devoción a la santísima Virgen María. Pidamos al Señor que en este año haya muchos frutos espirituales en nosotros mismos y en la Diócesis. 

 

“El Jubileo para la Iglesia, es verdaderamente año de gracia, año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental” San Juan Pablo II

Pbro. Sergio Soto Flores

Dogmas marianos

Dogmas marianos

Dogmas marianos

Evangelización

Querer ser fieles seguidores de las enseñanzas de la Iglesia es  asumir  las verdades que nos ofrece, no como una obediencia a ciegas, sino por el beneficio que éstas procuran para  fortalecer nuestra fe  y, con ello, acercarnos más a Dios.  La figura de María ocupa un lugar privilegiado en este proceso, y es por ello que a la Iglesia no le bastaron los datos históricos y bíblicos, sino que deseó ir más a fondo de los misterios de María, invitándonos a acoger, a creer y por supuesto a aceptar: “Los Dogmas Marianos”, o “dogmas de María”.

Pero, ¿qué es un dogma? Respondemos diciendo que es un conjunto de verdades, las cuales, la Iglesia las declara solemnemente como reveladas por Dios y las propone para ser creídas por los creyentes de todo el mundo. Así pues, mediante largos procesos y reflexiones dentro de la historia de la Iglesia se han definido cuatro dogmas de María, que actualmente profesamos con mucho fervor. 

Estos dogmas marianos son: LA MATERNIDAD DIVINA, LA INMACULADA CONCEPCIÓN, LA PERPETUA VIRGINIDAD Y LA ASUNCIÓN DE MARIA.

 Definida en el año 431 d. C. en el  Concilio de Éfeso, por el papa san Celestino I, en esta parte de la historia, aconteció que un Patriarca de Constantinopla, llamado Nestorio, negó la maternidad divina de  María, diciendo que solo era la madre de Jesús como hombre (Cristotokos), pero no madre de Dios (Teotokos); ante este error,  el Concilio declara: “Si alguno no confiesa que Dios, no  es el Emmanuel  (Cristo), y que por eso la santa Virgen es madre de Dios, sea anatema” (DS 113). María es la Madre de Dios porque llevó en su seno al Hijo de Dios, y dio a luz al Emmanuel, es decir, Cristo no se divide, ni confunde ni se separa como hombre y luego como Dios.

Es así que nosotros afirmamos que su maternidad no solo se refiere a la humanidad de Cristo en cuanto a su vida terrena, sino que también  es Madre de la divinidad de Jesús, verdadero Dios, y verdadero hombre. 

De este dogma se desprende una dignidad inmensa de María, que está por encima  de toda creatura, como lo describe santo Tomás: “[…] La Bienaventurada Virgen María, por el hecho de ser Madre de Dios, tiene cierta dignidad infinita, derivada del bien infinito que es Dios” (Summ. Theol., III, q.25 a.6). 

Por ser María Madre de Dios hecho hombre, es Madre de toda la humanidad porque ella sigue intercediendo por nosotros ante Él con el cariño de una madre que ama y protege a sus hijos. 

“Lucero del alba, aurora estremecida, luz de mi alma, Santa María. Hija del Padre, doncella en gracia concebida, virgen y madre, Santa María. Flor del Espíritu ave, blancura, caricia, madre del Hijo, Santa María. Llena de ternura, bendita entre las benditas, madre de todos los hombres, Santa María” (Himno, Laudes de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios).

 Este dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854: “Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima virgen María, fue preservada inmune de toda mancha del pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo, y por ende todo los fieles han de creer firme y constantemente […]” (DS 1641).

Se declara, pues, a María exenta y libre de todo pecado, incluso del original, porque ya desde el origen del cristianismo, la Madre de Jesús aparece a los fieles como una Virgen totalmente pura, y por ello cabe atribuirle la santidad. Este dogma, a diferencia de los demás, no nace a raíz de responder o combatir una herejía sino que la Inmaculada Concepción fue definida directamente para la gloria de María.

Hemos visto que todas las gracias que convienen a la Madre de Dios, son atribuidas a María, pues, ¿convenía que la Madre de Dios fuese concebida en el estado de enemistad o en el estado de amistad con Dios? La respuesta es  más que obvia. 

“Tú eres toda hermosa, ¡oh Madre del Señor!; tu eres de Dios gloria, la obra de su amor. ¡Oh rosa sin espinas, oh vaso de elección!, de ti nació la vida, por ti nos vino Dios. Sellada fuente pura de gracia y piedad, bendita cual ninguna sin culpa original. Infunde en nuestro pecho la fuerza de tu amor, feliz Madre del Verbo, custodia del Señor” (Himno, I vísperas, Solemnidad de la Inmaculada Concepción)

El dogma de la Asunción fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1° de noviembre de 1950.  Declaramos: “Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta al cielo en cuerpo y alma a la gloria celestial” (DS 2333). 

Por eso, a la manera que la gloriosa Resurrección  de Cristo, fue parte esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal (DS 2332).

“¡Al cielo vas, Señora, allá te reciben con alegre canto; ¡oh, quien pudiera ahora asirse a tu manto para subir contigo al monte santo” (Himno, II Vísperas de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María)

Nuestro Dios a través de la Santísima Virgen María nos enseña el camino  para ir hacia Él. Que María, por medio de estas cuatro verdades de fe, nos ayude a dirigir nuestras vidas por el bien y que su modelo de vida sea siempre inquebrantable para todos los que con mucho amor le rendimos veneración.

Diác. Luis Osvaldo Cortés Rosales

María, madre de la Iglesia

María, madre de la Iglesia

María, Madre de la Iglesia

Evangelización

Hablar de la santísima Virgen María en nuestra Iglesia católica toma un papel fundamental y una trascendencia importante; es Dios quien, por medio de ella realiza la obra redentora. Con su “fiat” generoso, asumiendo como mujer sencilla, acoge en su vientre maternal y en su corazón inmaculado al Hijo de Dios y a su vez se concibe como madre de todos los hombres y símbolo perfecto de la maternidad espiritual de la Iglesia, lo cual lo confirma Jesús en la cruz.

  Viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.” Después dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn.19, 26-28). Es claro que en este hecho podemos percibir el amor inmenso de Jesucristo hacia su Iglesia, que cede a su Madre como fiel acompañante y modelo de fe y puente de unión con Cristo a todo cristiano. El Papa Pablo VI, quien será canonizado el próximo 14 de octubre, dirigiéndose a los padres conciliares el 21 de noviembre de 1964, declaró que María Santísima es Madre de la Iglesia, situando a María como madre de todos los hombres y especialmente de los miembros del Cuerpo místico de Cristo desde que es madre de Jesús en la Encarnación. El Papa Francisco, con el decreto Ecclesia mater, del 11 de febrero de 2018, instituyó la memoria de María, Madre de la Iglesia, que se celebra el lunes después de Pentecostés, para favorecer el crecimiento del sentido materno de la Iglesia en los pastores, en los religiosos y en los fieles, como también de la genuina piedad mariana.

La Iglesia, desde sus inicios y a través de los siglos, se ha venido acompañando del amor maternal de la santísima Virgen María, que es quien abraza con ese mismo amor del Hijo y lleva a su Iglesia al encuentro con él.  Con la presencia de la santísima Virgen María en el caminar de la Iglesia podemos descubrir que todo el Cuerpo Místico de Cristo experimenta y acoge ese amor maternal y es por ello que de él nace y tiende a manifestarse con gran amor y gratitud. 

Sin duda que la Tradición y el Magisterio de la Iglesia han hecho un gran esfuerzo por mantener y avivar en el espíritu de los cristianos ese amor incesante por la Madre de Cristo. Si echamos un vistazo en la historia del Magisterio podemos constatar que a lo largo del tiempo se han escrito documentos doctrinales de gran relevancia para fomentar, resaltar, reavivar el culto y la devoción mariana en nuestra Iglesia comprendiendo que la devoción de la Iglesia a la santísima Virgen María pertenece a la naturaleza misma del culto cristiano. 

San Agustín señala que María es madre de los miembros de Cristo, porque ha cooperado con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia; san León Magno afirma que el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo e indica que María es, al mismo tiempo, madre de Cristo, Hijo de Dios, y madre de los miembros de su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. 

En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres, personificados en el discípulo amado, como hijos para regenerar a la vida divina, convirtiéndose en amorosa nodriza de la Iglesia que Cristo ha engendrado en la cruz, entregando el Espíritu. A su vez, en el discípulo amado, Cristo elige a todos los discípulos como herederos de su amor hacia la Madre, confiándosela para que la recibieran con afecto filial.

María, solícita guía de la Iglesia naciente, inició la propia misión materna ya en el cenáculo, orando con los Apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14), y continúa con nosotros acompañándonos en nuestra peregrinación de la fe.

 Sin duda que es fundamental concebir a la santísima Virgen María como modelo de fe en la Iglesia, puesto que descubrimos en María el acto más grande de fe al aceptar ser madre del Verbo Encarnado.  En la Exhortación Apostólica Marialis cultus el Santo Padre Pablo VI propone a María como Virgen oyente” que acoge con fe la Palabra de Dios: fe que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad Divina. Por tanto se puede descubrir que la Bienaventurada Virgen María concibió creyendo y da a luz creyendo. María concibe, llena de fe, a Cristo en su mente antes que en su seno.  Fe que pone de manifiesto la voluntad del Padre que se encarna y se realiza en el vivir de la Iglesia, es decir, la Iglesia siempre tiene que estar abierta a la escucha de la Palabra, puesto que es ella quien la acoge, la proclama, la venera y la distribuye a los fieles como pan de vida.  

La Iglesia es alimentada por la fe. María la impulsa a mantenerse en actitud oyente y por consiguiente a una disposición orante donde abre su espíritu en expresión de glorificación de Dios. Es aquella en  quien podemos contemplar como Madre orante que intercede por la Iglesia.

Hablar de María para todos los cristianos es hablar de una Virgen pura e Inmaculada de una prodigiosa maternidad, constituida por Dios como tipo y ejemplar de la fe. María es nuestra Madre común que reza por la unidad de la familia de Dios que precede a todos al frente del largo séquito de testigos de la fe en la unión con el Señor, el Hijo de Dios, descubriendo en ella una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico.

La fe con que María alumbra el caminar de la Iglesia desemboca en la confianza que el fiel expresa a través de su gratitud y devoción amorosa y profunda que nace del sentimiento más noble y humilde al sentirse protegidos y acompañados por la madre de Dios.

Al hablar de la santísima Virgen María como Madre, podemos descubrir una función implícita que lleva consigo, que es la acción de “Mediadora” ya que en virtud de madre amorosa pide e intercede ante el Hijo por su Iglesia. La unión tan estrecha entre la Madre y el Hijo pone a la Iglesia en medio de un amor incesante que prevalece y derrama en bendiciones y abundantes dones para el caminar de la Iglesia, a su vez, la misma Iglesia es de donde toma su fuerza para edificarse, santificarse y glorificar a Dios. 

En la Iglesia podemos descubrir una gran cantidad de signos, expresiones que constatan esta necesidad de sentir y reconocer a María como Madre e Intercesora que conduce a Cristo. El fiel cristiano se dirige a María con un espíritu fervoroso que trasciende y pone la esperanza en que la intercesión de nuestra santísima Madre nos haga contemplar a su Hijo y poder participar de la vida celestial. María siempre está al pendiente de nuestras necesidades, ella nos prevé de los medios necesarios. Al igual que se dirigió a los siervos de las bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Palabras que a su vez nos muestran que ella es quien nos invita a poner toda nuestra confianza en el Hijo.

 «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos de todos los peligros siempre, Virgen gloriosa y bendita».

Gilberto López Alférez