Homilía «In memoriam» Mons. Rafael Muñoz Núñez

Homilía «In memoriam» Mons. Rafael Muñoz Núñez

x Aniversario de la muerte de mons. rafael muñoz núñez

HOMILÍA / 19 DE FEBRERO 2020 / VI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO A.

MARCOS 8, 22-26

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida. Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en lo ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres; me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.

iluminación gradual y progresiva

La parte central de la curación de este ciego se describe con mucho detalle (lo cual no es habitual en Marcos): se muestra la fe de quienes lo traen, “le llevaron a un ciego, rogándole que lo tocara”; Jesús lo saca de la población llevándolo de la mano; le unta con saliva los ojos y le impone las manos. Hay un punto exclusivo de esta curación: se realiza en dos tiempos. Es el único caso de los evangelios en que la sanación es gradual y no instantánea.

Después de la primera imposición de manos el ciego no distingue claramente los objetos: “veo  a los hombres. Me parecen como árboles que andan”. Solamente después de la segunda imposición de manos ve todo con claridad.

Valor simbólico añadido

Este valor se deduce de la ubicación del relato: recordemos que la primera etapa del ministerio de Jesús en Galilea concluye con la animadversión de fariseos y herodianos hacia él; la segunda, con el rechazo de sus paisanos de Nazaret, y la tercera, en cuyo final estamos, corre el peligro de terminar con el embotamiento del corazón de los discípulos por el reproche “para que les sirven los ojos si no ven y los oídos si no oyen”?

Aparte de la ubicación del relato, el valor simbólico se desprende de la curación progresiva del ciego. En él vamos simbólicamente el itinerario de la fe de los apóstoles. Para la plena comprensión de la persona y ministerio  de Cristo  los discípulos necesitarán también, como el ciego, un proceso gradual de iluminación. Así entenderán en primer lugar que Jesús es el mesías de Dios, como dirá Pedro en su confesión de fe (en los versículos siguientes de Marcos, que no leímos hoy), y en un segundo paso, verán qué clase de mesías es él, el siervo paciente del Señor y no el triunfador político que ellos se imaginaban.

el itinerario de la fe

La fe tiene un itinerario que nosotros, como los apóstoles, hemos de recorrer progresivamente y no sin vacilaciones. Entre luces y sombras avances y retrocesos, entendiendo a veces y preguntándonos otras muchas, avanzamos en el conocimiento de Dios mediante al seguimiento de Cristo, (seguir a Cristo = progresus, pasos hacia adelante). La fe es un don de Dios, pero no un tesoro adquirido de una vez para siempre, ni una pertenencia meramente individual. Para alcanzar una fe madura y responsable hay un camino y unas etapas a seguir. Estas son las etapas:

  1. Alerta ante los signos de Dios en nuestra vida personal y en el mundo; son múltiples y hay que saber leerlos e interpretarlos.
  1. Búsqueda para encontrar y reconocer  a Dios, especialmente en los signos pobres y sencillos; para eso habrá que afrontar penalidades, y renunciar a instalarnos cómodamente. El don de la fe requiere nuestra colaboración, porque a Dios no lo tenemos asegurado, menos aun “domesticado”. Por eso hay que repetir siempre con el salmista “tu rostro buscaré, Señor: no me escondas tu rostro”.

  1. Anuncio y testimonio de Cristo como el Señor resucitado. Él y solo Él es la luz que ilumina nuestra vida. La vocación cristiana es misionera por su misma naturaleza Por eso en nuestra conducta hemos de evitar también, a toda costa, la degradación de la sal y la levadura, a fin de ser luz de Cristo  para  los demás. 

Celebración especial

In memoriam.

Si la Palabra de Dios siempre es oportuna y tiene aplicación a las diferentes circunstancias de la vida, hoy que nos reunimos para orar, con una memoria llena de cariño, por el eterno descanso de Mons. Rafael Muñoz Núñez, también queremos dar gracias a Dios por este singular V Obispo de Aguascalientes. Mons. Muñoz supo discernir, en la oración, cuál era su misión particular, como Obispo, tanto en Zacatecas como en Aguascalientes. Por ello, con procesos no fáciles, logró unificar a los presbíteros de ambas Diócesis.

En la toma de posesión de esta Diócesis, el 1° de Agosto de 1984, en su mensaje inicial habló de sus temores y esperanzas. Dijo (entre otras cosas muy interesantes): “temo no poder ver claro cuáles sean las expectativas de este presbiterio”. Recuerdo que el entonces Presiente de la CEM, Mons. Sergio Obeso Rivera, al salir de la Misa comentó: “al oír el mensaje del Sr. Muñoz estoy seguro que este Obispo es el que Aguascalientes necesita. Él será la medicina de Dios para que los ojos cansados o secos vuelvan a ver”. Y así fue en sus 14 años como Obispo de esta Diócesis.

Rafael: medicina de Dios. Vino a curar cegueras y parálisis. Nos tomó de la mano, siendo enfermos, y nos llevó al silencio interior imponiendo sus manos santas sobre nosotros. En él experimentamos al hombre lleno de fe, ejemplar y silencioso en el sufrimiento, paciente en su gestión de gobierno pastoral, respetuoso en los itinerarios de fe, sobre todos de sus sacerdotes. ¡Cuánto lo hicieron sufrir los sacerdotes de Zacatecas y Aguascalientes! Pero con qué santa paciencia los ganó para Cristo y la Iglesia.

Mons. Ricardo Cuéllar Romo

Mons. Ricardo Cuéllar Romo

Querido Obispo, Monseñor Muñoz: brille para ti la luz perpetua, y dale, oh Señor, el descanso eterno.

Domingo VI Ordinario, Ciclo A

Domingo VI Ordinario, Ciclo A

homilía

DOMINGO VI Tiempo ordinario

16 de Febrero 2020

«no he venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento»

      Cierta vez, un alumno de Confucio (filósofo chino, siglo V a.C.) le preguntó: “Maestro, háblanos de la muerte, y Confucio le contestó: ¿Cómo quieres que te hable de la muerte, si no sabes lo que es la vida?”. Pues nosotros también, no entenderemos jamás lo que es la Resurrección, ni la anhelaremos si antes no sabemos lo que es la vida. Pero no se trata sólo de saber, sino de vivir bien esta vida; éste es el tema.

      La pregunta de los saduceos sobre los matrimonios, nos lleva a recordar una pregunta formulada muchas veces: ¿cómo será la vida eterna? San Pablo nos dice (1Cor. 15,35 ss) que seremos nosotros mismos, pero de una manera diferente a como somos ahora. Y bien poca cosa podemos añadir. La vida eterna es una esperanza, no una ciencia explicable. Todas las cosas valiosas y amadas que hayamos vivido no desaparecerán, pero todo lo viviremos en la comunión de plenitud que es Dios.

 

«SI PERMANECES FIEL A DIOS, ES COSA TUYA»

    De aquí la importancia de que nuestra existencia actual le demos el sentido pleno de una vida entregada, de que seamos generosos, de que aprovechemos bien el tiempo, porque como bien dijo Goethe: “Una vida ociosa es una muerte anticipada”. Por tanto, en la medida en que vivamos bien esta vida que Dios nos ha prestado, de acuerdo a su voluntad, tendremos la convicción y la valentía de afrontar la muerte sin ningún temor, como testificaron con su misma vida los 7 hermanos del libro de los Macabeos (1ª. lectura):“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”.

    Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en la resurrección del cuerpo y en la vida eterna. Este artículo de la fe expresa el término y el fin del designio de Dios sobre el hombre. Si no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosamente san Pablo (cf. 1 Cor 15):“Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe”. Si el cristiano no está seguro del contenido de las palabras vida eterna, entonces las promesas del evangelio, el sentido de la creación y de la redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cf. Heb 11,1).

“Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”

    Posiblemente la crítica principal de muchos hombres contra la religión, ha sido la de anunciar un más allá como una evasión de este mundo. De ahí frases como la de Sartre: “Ya no hay cielo, ya no hay infierno, sólo tierra”; Kafka: “Esta vida parece insoportable, la otra inaccesible”; Schuman: “Hacemos que buscamos algo, y tan sólo la nada es nuestro hallazgo”.

    Pero hermanos: creer que venimos de la nada y vamos hacia la nada sólo nos lleva a la angustia, a la desesperación, a no encontrarle sentido nuestra vida, aún teniendo todo el dinero, poder y comodidades posibles… y por eso algunos llegan hasta suicidarse. Cuidado, ¡no nos desesperemos porque el infierno está lleno de desesperados!

   Bueno, pues ante esos saduceos modernos de hoy día, que manifiestan la duda, la perplejidad y la angustia del hombre sobre su destino definitivo, la respuesta es clara y contundente: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” (Credo).

    Resurrección no es lo mismo que reencarnación. Si Cristo murió y resucitó, también nosotros creemos que si morimos con Él, resucitaremos también con Él. Si no creemos en la resurrección, comamos y bebamos que mañana moriremos, así piensan los que viven sin Dios y sin esperanza. Pero nuestra confianza en la Resurrección es una verdad de fe que da sentido a toda nuestra vida terrena en tensión a la eterna, “porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”.

    Por eso, ante la cultura posmodernista de una vida larga y culto al cuerpo con aerobics, aparatos, dietas y fórmulas anti arrugas, testimoniemos nuestra esperanza cristiana en la vida eterna por la que debemos esforzarnos por alcanzar, sin cambiar la casa de Dios por el gimnasio o el apego a lo material.

     Conclusión. Hoy deberíamos preguntarnos hasta qué punto nuestra fe arraiga en la Resurrección de Jesús y en nuestra propia resurrección. Nuestra actitud, ¿es una actitud rebosante de esperanza como la de los hermanos Macabeos? Los saduceos de hoy, no son sólo esa multitud de católicos que tienen pavor a la muerte y no saben qué hay o qué sigue después, sino también los saduceos de hoy son los tristes, amargados, enojones, desconfiados, pesimistas, desesperados…

    Tal como hoy nos recomienda san Pablo, permitamos que el Señor dirija nuestros corazones para que amemos a Dios y esperemos pacientemente la venida de Cristo. Y pidámosle una fe más viva y una esperanza más firme.

"Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro"

Vocación: principio y fin de nuestra vida

Vocación: principio y fin de nuestra vida

Vocación: principio y fin de nuestra vida

Vocación

¿Quién de nosotros hemos tenido la experiencia de perdernos? ¿Pero cuando encontramos el camino, cómo nos sentimos?… Comúnmente cuando nos perdemos es en relación a un lugar; sin embargo, algunos hemos experimentado haber perdido el rumbo de nuestra vida en nuestro proyecto vocacional.

Perdemos el sentido de nuestra vida cuando no encontramos motivos de confianza y credibilidad en el mundo que nos rodea. Pero siempre hay algo que nos ayuda a recobrar el sentido de nuestra vida. Esto se logra en la medida en que somos capaces de redescubrir la importancia de haber sido llamados por Dios, incluso recuperando la importancia de las pequeñas cosas que hacemos, es cuando cambiamos la manera de ver la realidad.

Jesús, con su comportamiento, nos abre un nuevo camino, pues siempre pasó y pasa toda su vida dando sentido a nuestras vidas, abriendo luz para los que se encuentran en tinieblas, esto es lo que pasó con la mujer adúltera. Recordemos que esta mujer fue llevada ante Jesús por los doctores de la ley quienes la condenaban por adulterio; Sin embargo, el Señor cambia la perspectiva puesto que mientras los fariseos la condenaban, Jesús la perdonaba. 

Recuperemos el rumbo y caminemos con certeza, porque se nos ha mostrado el camino, no de cualquier manera sino a través de la entrega de Jesús quien nos conduce y con su compañía nos enseña que no podemos caminar solos. Así expresamos algo nuevo, puesto que el sentido de nuestra vida no lo descubrimos individualmente, sino que se hace en la comunidad cristiana donde manifestamos y afirmamos la importancia de vivir en unidad y fraternidad.

Pero… ¿cómo descubrimos el sentido de nuestra vida en nuestra comunidad?

 

Es aquí donde descubrimos la importancia de nuestra vocación, puesto que cada quien con el estilo de vida al que hemos sido llamados, damos vida a los que no la tienen.

 

Cuando comprendemos nuestra vocación como sentido para los demás, nos damos cuenta de que nuestra existencia no se agota en nosotros mismos, sino que está en relación con los demás. Cuando sintamos que perdemos el sentido de nuestra vida, salgamos del círculo de nuestro propio yo a la apertura para los demás.

 

Descubrir el sentido de la vida no es fácil, porque nos exige abrirnos al valor objetivo de las cosas y vencer la tentación de refugiarnos en la duda.  Nosotros no hemos sido creados para vivir aislados, sino para vivir en relación con el que está a nuestro lado, esta es una consigna delas vocaciones específicas.

Aún más, encontrar el sentido de nuestra vida es captar las necesidades de los demás, esto comúnmente lo percibimos en nuestra familia, en nuestra comunidad. Por ello, cuando percibimos esto en nuestra propia vida, es cuando decimos: “mi vida tiene su razón de ser en una misión concreta”.

 

Vocación: una llamada constante a ir a la casa del Padre:

  • Nuestra vocación además de que su razón de ser esté aquí en la tierra, tiene si sentido en la trascendencia de nuestra vida, es decir, en el momento en que, partiendo de este mundo, lleguemos a gozar de la presencia de Quien nos ha llamado. Esto debe ser realmente importante puesto que, entenderemos el sentido cristiano de la muerte como la última llamada que Dios nos hace de estar con él, incluso la muerte es la llamada en plenitud.

    Recordemos que nuestra vida terrena siempre será comprendida como un paso, por lo que nuestra mirada siempre deberá ser dirigida hacia lo alto como un anhelo constante de estar en la presencia de Dios. 

    La muerte siempre será un tema difícil de comprender por el abismo de comprensión que ésta encierra; sin embargo, la confianza en Dios siempre reinará sobre la incertidumbre de lo que sucederá después de la muerte. La vocación que Dios ha depositado en cada uno de nuestros corazones, será la que vaya construyendo la confianza de que en un futuro gozaremos del paraíso que se nos ha prometido, es decir: la salvación. 

    Por eso no dejemos de trabajar para que la misión de nuestro llamado en nuestra vida cristiana, siempre vaya cargado de fe, esperanza y caridad, tres virtudes que sostienen la vida de todo cristiano. Además de todos los medios que la santa madre Iglesia pone a nuestro alcance para encontrarnos con nuestro Padre Celestial. 

  • Aunque parezca incierto y dudoso, sobre todo por las fallas que como personas hemos cometido, Dios nunca ha cesado de llamar, somos nosotros los que hemos dudado de la infinita misericordia de ser amados por él. Pongamos fin a esa duda puesto que hay muchas personas que necesitan de nuestra fe convencida para poder convencerse ellos de que Dios nos quiere, nos llama y nos ama. 

    El mundo más que personas altamente capacitadas, necesita cristianos totalmente convencidos de la experiencia de Dios. Esa es una gran llamada, estar convencidos de que Dios nos llama a estar con él. Aún en los momentos más difíciles de nuestra vida, es que Dios nos llama, no como si Él quisiera vernos sufrir, sino siempre probando la fuerza de nuestra debilidad humana. Este es el testimonio del entrañable Job, que a pesar de sus sufrimientos nunca dudó del amor de Dios. 

    Ánimo, nuestra vocación siempre será la prueba del amor concreto de Dios en nuestra vida, resguardémosla como lo más valioso de nuestro corazón, pero ¡ojo!, resguardar no significa esconder, nuestra vocación la defenderemos siempre poniéndola en bien de los demás. 

Ánimo, nuestra vocación siempre será la prueba del amor concreto de Dios en nuestra vida

Pbro. Marco Antonio Esquivel Piña

Muerte cerebral y muerte personal

Muerte cerebral y muerte personal

Muerte cerebral y muerte personal

Ciencia

Sucede con cierta frecuencia escuchar: ‘el paciente tiene muerte cerebral’, o ‘tiene muerte encefálica. ¿Será verdad? Consideremos lo siguiente: el encéfalo, consta de tres partes principales: el cerebro, el cerebelo y el bulbo raquídeo con la médula espinal. Cada parte tiene sus funciones propias, que a la vez son interdependientes.

El cerebro, o masa encefálica, es la parte más desarrollada del sistema nervioso y el órgano rector de las demás funciones vitales; hace funcionar los sentidos, en la corteza cerebral se dan las funciones de la memoria, el aprendizaje y la comunicación verbal; es la sede de la inteligencia y la voluntad. El cerebelo, situado en la parte posterior del cerebro, regula la actividad muscular voluntaria iniciada en la corteza cerebral, el equilibrio y la locomoción. La parte superior de la médula espinal (bulbo raquídeo) regula la actividad muscular involuntaria como la respiración, el ritmo cardiaco y la temperatura corporal; del cuerpo central de la médula espinal salen pares de nervios intervertebrales que regulan el funcionamiento de los diversos órganos vitales.

Suele suceder que alguna o algunas partes del encéfalo se dañen, y se pierdan sus funciones, pero las demás partes del encéfalo, que no están dañadas siguen funcionando. A esto no se le puede llamar muerte encefálica, porque solamente está parcialmente dañado.

Hay muerte encefálica cuando todas las funciones del encéfalo (cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo con la médula espinal) han desaparecido total e irreversiblemente, ya que el encéfalo es el órgano indispensable para mantener la unidad funcional del organismo como un todo integral.

 

Mientras exista un mínimo de actividad encefálica no se puede declarar la muerte encefálica. No basta la pérdida de la conciencia, ni siquiera el estado vegetativo irreversible, para declarar la muerte encefálica; será necesario que el electroencefalograma detecte que no hay absolutamente ninguna señal o estímulo nervioso, y esto de manera irreversible.

Corrado Manni propone tres criterios para establecer la muerte total del encéfalo: a) el criterio anatómico: la devastación traumática del cuerpo, el cuerpo destruido y desmembrado; b) el criterio cardio-circulatorio: parada cardiaca prolongada; criterio neurológico: c) la muerte encefálica total, cese de toda actividad nerviosa definitiva.

Hay legislaciones que acertadamente dan criterios prácticos; como cuando se dan simultáneamente las siguientes condiciones: a) la ausencia completa de reflejos del tronco cerebral, rigidez pupilar, ausencia de reflejos en la córnea, ausencia de respuesta motora de los nervios craneales, ausencia del reflejo de deglución; b) ausencia de la respiración espontánea; c) silencio eléctrico cerebral.

Pero considerar el encéfalo como única sede del alma es un error, es una visión biologista que impide una posterior visión antropológico-filosófica. La muerte encefálica no coincide con la muerte personal; porque dada la muerte encefálica, todavía permanecen vivos algunos órganos humanos mientras conservan sustancias nutritivas, cosa que permite el trasplante de órganos, un órgano muerto no sería trasplantado.

Asegurar la muerte personal depende de un juicio filosófico sobre la verificación de un cambio sustancial.

La muerte personal es algo mucho más que la muerte biológica. No es sólo la destrucción del organismo, sino la total destrucción de su existencia humana: imposibilidad de expresar su vida personal en el mundo, es la crisis de la destrucción definitiva de la unión sustancial de todo el hombre, separación del alma y el cuerpo y destrucción física del cuerpo. Es separación violenta de la persona del mundo humano en el que vive, en el que espera y al que ama, ya que el hombre es un ‘espíritu en el mundo’. Por ahora, experimentamos la muerte en la muerte de los que amamos. Su muerte es, en cierta proporción, nuestra muerte; quien pierde a una persona amada se siente otro, ya no es el mismo, ha perdido algo que era suyo: el ‘yo’ ya no es lo mismo cuando le falta el ‘otro’. La muerte no es algo que se añade a la vida y que está al final, sino que la muerte le pertenece a la vida, está incluida en ella, no sólo es el fin de la vida, sino que es su orientación y su destino.

 

El hombre muere, y quiere morir porque sabe que su destino no es el tiempo. Si el hombre no muriera, el espíritu perdería su dignidad: el espíritu estaría encadenado y condenado a su perpetuidad temporal que contradice sus fines y su trascendencia. La afirmación de la inmortalidad personal se hace a través de la existencia humana y como parte de ella.

Solamente la fe nos da la clave en el amor a Dios que supera todo lo negativo de la muerte biológica: ‘si vivimos, para Dios vivimos; si morimos para Dios morimos’ (Rom 14,8-10). La trascendencia del espíritu humano y su relación con Dios nos garantiza una continuidad de la vida personal en la situación que más anhelamos durante nuestra existencia histórica.

El tema de la muerte encefálica se ha generalizado a partir de la posibilidad del trasplante de órganos, de un donante difunto a un receptor vivo.

Principios ético-antropológicos

  • No activar ningún procedimiento que acelera la muerte del paciente donante.
  • Evitar toda forma de eutanasia, tanto activa como pasiva.
  • Sólo hasta haber certificado la muerte encefálica se podrán extraer los órganos.
  • No hacerlo sin el consentimiento informado del donante o sus familiares.
  • La donación debe ser gratuita. No comercialización de órganos ni injusta asignación.
  • Respeto al cuerpo del donante y a la vida del receptor.

La cultura de la vida nos obliga a tener ideas claras sobre la licitud moral o su ilicitud en cada caso. Nuestro deber de defender la vida con fines buenos y medios lícitos se justifica por el principio de solidaridad. 

En el caso de que el donante sea una persona viva, el principio de solidaridad deberá aplicarse bajo las siguientes condiciones: 

  • Que el donante no sufra grave o irreparable daño en su vida o en su actividad.
  • Que el daño del donante sea proporcional al beneficio real en la vida del receptor.
  • Que sea el único medio para prolongar la vida del receptor.

 

Mientras exista un mínimo de actividad encefálica no se puede declarar la muerte encefálica.

Pbro. Dr. Carlos Torres López

¡Creo en la vida eterna!

¡Creo en la vida eterna!

¡Creo en la vida eterna!

Teología

Sin  duda, que un tema algo complicado de abordar tanto para la filosofía como para la teología es el de la vida después de la muerte. En el caso de la teología conocemos la realidad de la vida después de la muerte por la revelación, pero aun así no la podemos comprender de una manera clara y total, por las limitaciones actuales de nuestro tiempo y espacio e inclusive del mismo lenguaje que no logra comprender en totalidad estas realidades sobrenaturales. Por tanto, el hilo conductor de este articulo se centrará en considerar lo ya dicho por el Magisterio y la Tradición sobre estas realidades últimas que popularmente se les conocen como postrimerías.

Esta afirmación es tan esencial para comprender el alcance de la esperanza del cristiano de esta realidad última, ya que, en el credo cristiano, se afirma que: el hombre ha sido hecho para la vida, que alcanzará su culmen en la contemplación gozosa de Dios. Este creer en la vida eterna se realiza en la plena libertad del hombre, ya que él, puede aceptar o no este don. Es por eso que se entiende la condenación no como una acción injusta de Dios sino como el “no” del hombre a la autodonación de Dios.

En nuestro contexto actual, y haciendo un balance de la cuestión, nos encontramos con una cultura que no acepta la muerte, que trata de eliminarla de su vida como esa realidad tesionante que es; o  si no se le elimina se le satiriza para hacerla parecer tan débil, y ajena a la vida del hombre. El campo actual de la teologia de la muerte busca acercarnos a la humanización de la muerte nuevamente, no verla como una realidad ajena a la vida del hombre, sino como una realidad tan humana e inevitable para todos, qué hay que enfrentarla con confianza y certeza de que saldremos victoriosos por la gracia de Cristo. Por tanto, un reto para nosotros hoy es humanizar la muerte nuevamente, ya que, su deshumanización lleva a la deshumanización de la vida.

Creer en la vida eterna finalmente, nos sitúa en que seremos juzgados, de una manera personal y colectiva. En la muerte que  pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). Es muy importante entender el juicio final como ese tiempo de la cosecha en el cual, se nos juzgara  de acuerdo a nuestra vida en Cristo. Y entonces, recibiremos el premio o el castigo que libremente optamos. San Juan de la Cruz expresa con una tremenda certeza que en el “en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”. 

La tradición de la Iglesia al unísono sitúa que el resultado del juicio particular en el cual cada hombre ha de presentarse se resumirá en salvación (cielo y purgatorio) o condenación. Finalmente el juicio Universal será hecho a toda la humanidad, en el cual, todo será recapitulado en Cristo. 

 

CIELO

Es un hecho innegable, tal como afirma el catecismo de la Iglesia Católica que  los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4).  Pero para entender esta realidad del cielo y verla de una manera correcta,  es preciso en primer lugar, entender el término «cielo», que refleja de modo natural la fuerza simbólica del «arriba», de la altura, la tradición cristiana se sirve de este término  para expresar la plenitud definitiva de la existencia humana gracias al amor consumado hacia el que se encamina la fe. Entender cielo de esta forma nos orienta a  no  perdernos en fantasías exaltadas sino conocer con más profundidad la oculta presencia que nos hace vivir de verdad y que, sin embargo, continuamente dejamos que nos la tape lo aparente, apartándonos de ella.

El hombre está en el cielo cuando y en la medida en que se encuentra con Cristo, con lo que halla el lugar de su ser como hombre en el ser de Dios. Así que cielo es primariamente una realidad personal que lleva para siempre la impronta de su origen histórico en el misterio pascual de muerte y resurrección.  Entender el cielo como una realidad  de esta forma nos sitúa el aspecto cristológico y eclesiológico del mismo cielo. Ya que en él, se conjugan la victoria de Cristo en su Misterio Pascual y si el cielo se basa en el existir en Cristo, entonces implica igualmente el estar con todos aquellos que en conjunto forman el único cuerpo de Cristo. En el cielo no cabe aislamiento alguno. Es la comunión abierta de los santos y, de ese modo, también la plenitud de todo coexistir humano, plenitud que es consecuencia de la pura apertura al rostro de Dios, y no concurrencia hacia ella.

Antiguamente se hablaba de que el camino al cielo se llegaba de una manera más fácil para determinados estados de vida, hoy la reflexión teológica que hemos madurado paulatinamente por medio del Concilio Vaticano II, nos hace ver que el llamado a la santidad es universal y que Dios en su infinita creatividad suscita caminos que ni nosotros nos imaginamos.

Finalmente, concluimos este apartado  considerando al cielo en cuanto tal, como una realidad «escatológica», en una doble significación, ya que  el cielo es la manifestación de lo definitivo y totalmente otro. Su definitividad procede del carácter definitivo del amor de Dios, amor irrevocable e indivisible. El cielo se nos presenta como realidad o fruto de la gracia y de la libertad  personal, pero también como el fín al que esta llamada toda la creación en la consumación de los tiempos (Parusía).

Esta realidad que conocemos como purgatorio es compleja de entender, ya que no es un inter entre el cielo y el infierno ni mucho menos un estado definitivo del alma que llega a él; la manera correcto de entenderlo es, en primer lugar como lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica: como ese lugar de purifición final de los elegidos que es completamente  distinto del castigo de los condenados. los que llegan al purgatorio son los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque claro, están seguros de su eterna salvación, por tanto, para ellos el purgatorio se convierte  en una oportunidad de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría o beatitud del cielo.

La existencia de este estado de purificación es ampliamente respaldado por la tradición de la Iglesia y la Sagrada Escritura, la cual, a menudo alude a esté como un “fuego purificador”.

Finalmente como ultima consideración de este estado, la manera de purificarse y por ende, de salir del purgatorio, es por medio principalmente de la Iglesia militante o sea, la Iglesia de todos nosotros, los cristianos de esta época. La Escritura y la Tradición de la Iglesia, nos invitan continuamente a orar por los difuntos. La Iglesia  desde los primeros tiempos, ha honrado y ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio Eucarístico, para que una vez purificados, puedan llegar los difuntos a la visión beatifica de Dios. La iglesia además aprueba y recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia a favor de los difuntos.

INFIERNO

Como ultima realidad o postrimería que hay, está el infierno el cual es consecuencia del  mismo obrar del hombre, que de una manera libre y consciente elige no amar a Dios.  Y no se ama a Dios cuando se peca gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. Esta puntualización ya la había dejado muy clara el apóstol san Juan: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna y permanece en él”  (1Jn 3, 14-15).

La Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y  y allí sufren las penas del infierno. El infierno es el lugar del castigo, en el cual, la principal pena estriba en la separación  eterna de Dios, por la propia autoexclusión del hombre que se niega a acoger el amor  misericordioso de Dios y se obstina en el mal camino. 

Finalmente, la invitación que hace la Sagrada Escritura y la Tradición respecto a esta realidad es la de la responsabilidad personal y el llamamiento apremiante a la conversión, ya que Dios no predestina a nadie al infierno, sino que el hombre de una manera aberrante se aleja de Dios hasta el final.

Para el cristiano la vida se presenta como una oportunidad de encuentro con el Señor, no movido por el miedo al infierno, sino por el amor que llama a cada uno a luchar para conquistar el Reino.

Josué Oswaldo Bárcenas Hernández